viernes, 12 de julio de 2013

El ocaso de las salidas


Desde la puerta ya se percibía una brisa más densa de lo normal, por la concentración de perfumes vanidosos, que se convertía en vendaval llegando al hall.
El lugar, lejos de parecerse al prototipo de bar 'acá si que no se coge' de Capusotto, gritaba en silencio '¡por favor queremos coger!'.
Ellos, los carilindos, parecían haber comprado un gran retazo de tela a cuadros al por mayor, del cual, seguramente, habrían fragmentado sus camisas. Eran todas iguales, sin embargo, bastaba con acercarte a sus pequeñas manadas para oír cómo entre ellos se  halagaban los distintos grosores de las rayas o, quizás, la graduación o matices de colores.
Quise irme desde que entré. Pero prometí ser flexible y adaptarme a este tipo de salidas así que, con mi mejor cara de fundamentalista del sushi orgánico, acepté saludar gente que me odia y odio pero que, de noche, parece excitarse por la vibra del momento. Si, la vibra. Como si pudiera hablarse de vibra en un desfile de zombies en el que lo único que vibran son los celulares  y los consoladores que algunas parecieran tener insertos para hablar tan exaltada 
y puntiagudamente.
Es fácil predecir cuáles son las estrellas de las manadas y quienes vinieron a orinar los perímetros de sus presas.
Lo difícil de encarar, mientras observo estas conductas, es que una de esas manadas, uniformada con las cruces  y calaveras de moda, se acerca hacia mí y pronuncian, a los gritos, ese apodo  horrible, con el que por suerte, ya nadie me llama. 
Las veo acercarse, temo por mi integridad. Noto que el grupo de chicos más lindos de todo el lugar está muy cerca mío. Entiendo todo. 
Corren hasta mí (pero,obviamente, no por mí) y me rodean. Son ellas, mis compañeras de la primaria. La mitad de ellas me odió toda la vida pero eso nunca importa. El show garpa y los chicos lindos lo compran. 
El operativo fue éxito. Yo me cuestiono por qué existen.




miércoles, 10 de julio de 2013

Certificado médico, jodido objeto de deseo.


Entro de incógnita. Me hago pasar por secretaria amagando a golpear la puerta del doctor -o umbral del trono- y fingiendo haber olvidado algo, bajo las escaleras exagerando el ruido de mis tacos, como toda buena secretaria que orina el perímetro de su médico.
Tengo casi todo calculado. Conté al menos diez pacientes, de los cuales cuatro eran niños. Me veo obligada a perfeccionar mi próximo movimiento. Los niños siempre complican las cosas.
Tengo dos horas para efectuar el operativo. Corro las dos cuadras a casa. Si, descalza, odio los tacos.
Convenzo al vecino de que pasearé a su hijo. El pibe, feliz de que alguien lo saque a pasear, acepta. El padre, me lo agradece.
Le explico al niño, cual sinopsis de película de acción, nuestra próxima misión y abusándome de su fervor por esas pelis, lo soborno con una salida al cine.
Le pongo algo de rubor en las mejillas para colorear la fiebre, lo visto bien y le doy un barquito de papel para que sostenga mientras esperamos en la sala. Yo me visto de madre posmoderna con una peluca envidiable y un bolso enorme del que se asoman muchos papeles de trabajo. Cuanto más grande y más papeles asomen, más trabajodora me veré.
La entrada es clave pero el pibe ama actuar y todo sale de maravilla. Entramos. Él lloriqueando, yo sosteniendo un trapo humedecido sobre su frente. El perfume de nene, las zapatillitas con luces y el barquito de papel, todo está a nuestro favor. Él insiste en jugar en el suelo con su barquito. Yo lo abrazo y le digo que no puede hacerlo porque señora fiebre aún sigue coloreando sus cachetes (personificar los objetos y las enfermedades al hablar con niños siempre enternece al público).
Finalmente, el niño se larga a llorar y su sollozo es tan convincente que logra conmover a la sala de espera logrando que la próxima paciente, cuyo hijo apenas tosía entre risas, se ofrezca a cedernos el turno.
Los demás nos miran con recelo pero fingen asentir con la cabeza. Ninguna se atrevería a negarle el turno a un niño que vuela de fiebre y, además de hermoso y coqueto, se divierte con juguetes de papel y tiene una mamá súper trabajadora.
Al menos tres madres están planeando entrenar a sus hijos para la próxima vez que vengan al pediatra que, casualmente, también es mi clínico.
El doctor se asoma y entramos de inmediato. El operativo es un éxito. Me saluda y le presento al niño que, para entonces, ya no vuela de fiebre sino entre la balanza y camilla del consultorio reclamando a gritos la peli en el cine. Pendejo interesado.
Le invento una diarrea imparable que, de pedo, me dejó llegar al consultorio.
Me banco el inyectable- más viscoso que nunca- sus consejos boludos y el pendejo exaltado hasta que, por fin, firma un papel- que visto desde mi lado es un bosquejo de jeroglíficos- y con un encantador 'clack' de su fálico sello, legaliza mi libertad provisional de siete hermosos días.

martes, 9 de julio de 2013

Nostalgia de los abrigos holgados

Mueren de celos. Pasan más de la mitad del año encerrados y apilados en ese rincón del placard que rara vez o rara búsqueda de objetos perdidos frecuentamos.
Más de doscientos días viendo, de reojo y con angustia, cómo maldecís vaginas familiares por no encontrar esa musculosa cuyo escote te distingue del resto, cual oración clave de un texto subrayada en flúo, o ese short que tan bien logra callar las habladurías de tu cadera.
Pero como si eso fuera poco, acercándose el clima casi ideal para que los pobrecitos vuelvan a ser protagonistas, vos decidís, sin reparo ni compasión, que es hora de renovar esa pila aburrida de sweaters que, para entonces, ya tienen pelotitas y mal olor. No cumplen ya con tus cambiantes expectativas y se ven avasallados por el grito de una nueva moda de abrigos que no abrigan pero realzan tus curvas a costa de hacer de tu cuerpo un archivo .rar.
La única forma que los pobrecitos tienen de expresar su enfado es provocando, al quitártelos, esas pequeñas descargas eléctricas que tanto incomodan al saludar o tocar a alguien, o llenando de frizz tu melena recién planchada. Algunos, también, intentan encogerse después del lavado pero fracasan al no poder quebrantar la moral de la buena lana.

La próxima vez que deambules entre vidrieras de abrigos mentirosos, acordate de las tardes y noches que esos viejos pulóveres estuvieron ahí para abrazarte, abrigarte y dejarte repetir segundos platos porque ellos siempre te cubrieron y demostraron que no te quieren por tu curvatura sino por dejarlos hospedarse en tu piel.



domingo, 7 de julio de 2013

Mal visto, mal bicho.

Se encomendaron al azar que, para suerte, desgracia o lección los hizo aterrizar en la ciudad.
Miraron alrededor con entusiasmo y un dejo de desconfianza  . Eran conscientes de su aspecto poco amigable, e incluso antropomorfo, por lo que, por unos días, se mantuvieron alejados de la muchedumbre.
Se alegraron al notar que, a grandes rasgos, entendían la lengua y festejaban cada diálogo que interpretaban casi completamente. Desconocían que sólo contaban con un diccionario programado en sus memorias y que, por ello, quizás nunca habrían podido entender el sentido de algún discurso sino el significado 'enciclopédico' de cada palabra que poco podía aportarles.
Pasaban sus días trepados en árboles de plazas poco habitadas juntando coraje para algún día, bajar a la sociedad.
Temían provocar un escándalo y que se los juzgara por su singular aspecto hasta que un día, uno de ellos decidió dar un primer paso hablando con un perro que, a comparación de los humanos, se veía más amigable.
Asomándose desde una robusta rama del árbol, imitó la voz de su amo que - notó- se agudizaba al hablar con el animal mientras éste otro se distraía hablando con otros amos y, para su sorpresa, el perro no le ladró  sino que le empezó a llorar bamboleando la cola como pidiéndole que bajara.
Extrañado y dejándose llevar por su entusiasmo, se tiró del árbol y fue agasajado con al menos dos incesantes minutos de lengüetazos que derramaban cariño en su más húmedo, baboso y puro estado.
Su amo, al advertir la escena, se acercó inmediatamente hasta su perro que, para entonces, continuaba su empalagosa misión y alcanzó con un metro de distancia para reparar en lo que su mascota había hallado. El hombre, que venía de un fin de semana con exceso de alucinógenos, se vio acorralado por un porfiado e intenso sentimiento de culpa que lo convenció de que la criatura que tenía ante sus ojos no era más que un fantasma recreado por su mente que él mismo inventaba para auto-infligirse por su perturbado estilo de vida. Tomó a su mascota por el collar y corrió desesperadamente hasta su casa y llamó: a su madre para recordarle cuanto le amaba, a su psiquiatra para pedirle un turno y a sus camaradas para comprobar si era el único que había alcanzado ese nivel de alucinación.
El otro, el que había quedado en el árbol, se tiró para proteger a su compañero que, creía, podía haberse contagiado de alguna peste al verlo empapado y corrió, ya sin miedo de ser descubierto sino  de perder a su amigo hasta divisar un hombre con una campera con una estampa que decía 'seguridad' en letras gigantes que sin duda podría ayudarlo.
La pobre criatura no había notado que el guardia de seguridad custodiaba un importante depósito de dinero- si es que acaso sabía de qué se trataba el operativo- y confiando en que un hombre vestido de seguridad no haría más que ayudar y protegerlo, corrió y se acercó tanto como la bala que impactó en su vientre lo permitió.
El guardia, que se encontraba alerta a cualquier movimiento extraño no dudó en gatillar al ver una pequeña bestia de menos de un metro de altura y dudosa procedencia que, sin duda alguna, atentaría contra el operativo llevándose todo el dinero, quitándole la portación de armas y, con ella, el orgullo de su familia.
El cadáver de la criatura fue incautado por personal policial calificado (por no se sabe quién ni cómo) y está aún en espera de ser analizado por especialistas.
Pocos medios le dieron relevancia al hecho por una ola de delitos contra bellas jovencitas que acechaba a la ciudad en ese momento y que por tratarse de hijas de sujetos de jodido peso social vendían mucho más que el episodio de la pequeña bestia que, incluso, generaría pánico del que aún no se sabe cómo apaciguar (no se cuenta con brigada anti-bestias ni división a cargo de esas extrañezas).
La otra criatura, por otro lado, sigue aún trepado en los árboles, perfeccionándose en el idioma, reconociendo drogadictos culpógenos a quienes asustar y esperando el momento indicado para bajar a la ciudad, vengar la muerte de su compañero acosando guardias hasta la demencia y posterior suicidio y  liberar a los perros de la imbecilidad de sus amos.