viernes, 2 de octubre de 2015

G.A.P

El viento de la tormenta no sólo agudizó la escoliosis de los árboles de la cuadra. Las alarmas y los perros del edificio enloquecieron y yo, que me vuelvo romántica si la lluvia me encuentra bajo techo, subí la persiana para contemplar el desastre. Sufrí tanto al notar la resistencia del arbolito anoréxico de enfrente que fruncí piernas y glúteos, en gesto de adhesión a la lucha. Una contracción similar a la que hago cuando voy de copilota en auto ajeno. No sólo por desconfianza, también por respeto. Es horrible cuando a una le dicen "che, guarda ese auto, che guarda el semáforo". Por eso, y porque me encomiendo al poder del prisma lunar que guardan mis glúteos, yo sólo frunzo y confío.

La culpa que me produjo ver a un señor correr contra el torbellino me hizo bajar la persiana; volví al calvario de la edición. Cortar, mover, estirar y deshacer hasta ver en qué acción cagué medio proyecto. Lo encuentro y el alma regresa, como puede, a mi cuerpo cada vez más encorvado. Afuera, el viento sigue soplando furioso. La imagen del tele se tilda, "no es nada" me digo. Por las dudas apago todo, la notebook se banca dos horitas. De repente, una ráfaga furiosa sacude mi puerta. Me repito que "no pasa ninguna" (y digo 'ninguna', que quita años y seriedad) mientras abro Youtube en busca de un pop Spice Girls que me haga olvidarlo todo. Pero en eso, el picaporte se mueve lenta y sospechosamente. Lo noto porque en casa no hay un artefacto que no haga ruido: me paralizo y entro panza, como si hacerlo me volviera invisible. De espaldas al costado de la puerta (porque tantos años de CSI no son en vano), estampo mi oído contra la pared. Escucho voces. Mi panza sigue escondida, el poder del prisma lunar también está en ella. "Qué ganas de andar robando con esta tormenta", pienso y en un inexplicable impulso -valiente y suicida a la vez- abro la puerta. El vecino de planta baja y su concubino se asustan al verme aparecer tan súbitamente y cagando el rating y dramatismo de mi escena me dicen: "¿Vos también flasheaste que te golpeaban la puerta?". Les dije que sí con una calma fingida y volví a mi cueva. No valía la pena explicarlo. Ellos jamás entenderían el poder de mis músculos.







jueves, 17 de septiembre de 2015

Más Beyoncés, menos Sweet Honestys


Yo, que socialmente soy paz y amor, mate y bizcochito, pan con manteca y azúcar y que tras tantos años de textos publicados en plataformas virtuales he recogido elogios y fuertes críticas, finalmente dí un gran paso hacia el fin del mientras tanto; que de tan estacionado venía coleccionando multas de parquímetro.
Yo, que de Friends me parecía a Phoebe en lo delirante pero a Rachel en lo sumisa, hice de mis delirios un modo de vida y de la sumisión un disco que apenas escucho.
Ya no me siento Sweet Honesty, el viejo perfume de Avón que, a mi olfato, reproduce el olor a la sumisión. Olor a mujer que todo bieniza con todo y ante todo para evitar roces y usa prendas tejidas color pastel y se niega a un bordó en verano porque "¡los colores fuertes son para el invierno!". Prendas que mi mamá prometía tejer cuando compraba 'El arte de tejer', el reputado manual de tejido noventoso, infaltable en toda mesa ratona o revistero de hogar de clase media.
Hace mucho, un fulano me habló de la importancia de tener enemigos (o gente que no te banque) para la formación de la personalidad y yo pensé "qué mala onda este chabón que festeja la mala onda"; porque como les decía: yo soy 'mate y bizcochito' y '¿para qué bardearnos si todo bien?'.
He descubierto un dulce dejo en saberme enemiga de algunos pedazos de humanidad que condensan propiedades del género humano que aborrezco, debo confesar. Sobre todo porque conocí los motivos y no hay mejor enemigo que quien te odia por tus virtudes.
El mundo - o al menos el mío- necesita de más Beyoncés y menos Sweet Honestys. Este es el leitmotiv que viene y seguirá guiándome en el viaje de ida a Ser más yo que nunca. El mismo que motivó el nacimiento de Femme Fetal y mis nuevos enemigos. Las Beyoncés caminan con la frente en alto y la mirada decidida. Sus espaldas son en verdad extensiones del infinito que en forma de líneas atraviesan la estratósfera para manifestarse en la Tierra.
Que mis virtudes aseguren el derecho de admisión y permanencia en las lenguas ajenas no puede menos que enorgullecerme. Consigan sus propios enemigos y van a ver el abrazo que se dan.

Thank you all for coming.













viernes, 20 de marzo de 2015

Carraspeo

Llegando al final de Desplazamientos -de Levrero- mientras comía mecánicamente el arroz con papa y tomate que me había 'cocinado' (hervir no es cocinar) con la mano derecha, me paralizó el roce de un palo de orégano en mi garganta que, vacilante, vislumbraba su final: mi estómago o el plato, tras un grosero escupitajo. Logré despedirlo con un grácil carraspeo que elogió mi finura. Volví al texto.
Levrero, una vez más, confundiendo fantasía y realidad, entraba al cuarto donde Nadia y la hermana fea protagonizaban una fogosa escena mientras el bebé de una de ellas lloraba y él intentaba, en vano, controlar su excitación. Por estas páginas, Mario ya me había hecho esbozar su bulto aprisionado con tal detalle que temía, una vez fuera de casa, buscar su equivalente en pantalones rosarinos. Describe las escenas con una exactitud que a veces incomoda, especialmente al referirse al llanto del bebé y la culpa por su eminente erección. Reflexionó durante tantos renglones que terminó haciéndome pensar en las veces que mi padre habría hecho algo semejante. Sin orégano de por medio, volví a detener la lectura. El arroz, la papa y el tomate, en una orgía llamada bolo alimenticio, se inquietaban dentro mío. Me levanté hasta la canilla por un vaso de agua. En la pileta, el colador por el que había pasado el arroz estaba cubierto de un agua espesa producto del residuo de almidón, cada vez más semén. El plato donde yacía el palo escupido brillaba cubierto de aceite. Un aceite que pudieron haber usado para concebirme, que pudo haber facilitado el acto. De pronto, todo a mi alrededor era sexo. Pensé en llamar a mi madre para, luego de escuchar su voz, pensarla con la dulzura que la identifica, de madre; de madre que no coge. Recordé que, desde hace un tiempo, un ringtone de Romeo Santos remueve horribles sensaciones mientras espero su voz por lo que desistí.
Me senté frente a la computadora, recriminándome por haber exagerado tanto. Entré directo al muro de Facebook de mi mamá para terminar enterneciéndome con sus consabidas publicaciones de ositos que hablan y perros en adopción. Que Mario Levrero sea un degenerado no significa que mi mamita o papito también lo hayan sido. Un palo de orégano siempre presagia un mal trago.

martes, 27 de enero de 2015

27 o Volverse una chica volado

La semana pasada cumplí años, veintisiete. Pasaron doce años de mis quince, dieciocho de mi primera comunión, mi hermano tiene treinta y ocho, mi hermana cuarenta y tres. Repasar el paso de tiempo enumerando acontecimientos cachetea la realidad, encuadra los fracasos e intensifica el violáceo de las várices.
Mi madre, que insiste en sacar una princesa de mí, me regaló un perfume riquísimo de los caros, en respuesta a los litros que le robé y, antes de ayer, ratificó su reputación de buena madre con tres vestidos, dos de seda fría y uno de modal. Todos con volados.
Recuerdo que, cuando pequeña, mi mamá decidía y compraba la ropa por mí, como a toda niña. Lo curioso es que, en mi caso, el régimen absolutista materno se extendió hasta la pubertad, período en el que, al menos, pude alzar mi voz: No me gusta, tiene florcitas. Gracias pero no me lo voy a poner. Es muy de hippie.
Poco a poco, Madre fue aprendiendo a elegir un poquito mejor, un poquito más yo. Entendió, luego de varios rechazos, que el turquesa me hacía payaso y que con naranja me volvía mencha. Lo que nunca llegó a entender fue mi repudio al volado. Traté de muchas formas de hacerle ver que el volado no era para mí: con burlas, chistes, incluso encarnándolo en la categoría chicas volado de la secundaria. Le puse nombre, le di personalidad, en ocasiones lo subestimé, logré esbozar una arqueología del volado.
En ese entonces, yo pretendía hallarme en el punk, en lo roto, lo desprolijo. No iba a dejar que un volado me arruinara, era de hippie, de chica con rulos que usa mucha bijouterie y pañuelos en la cabeza. De mujer que fotografía muchos paisajes y usa chatitas de cuero que trepan cual enredadera -planta hippie por antonomasia- hasta atarse en el tobillo. Muy ellas.
Hoy con veintisiete años, Madre volvió a insistir con el volado. El agradecimiento vino primero, con los años una aprende a agradecer, incluso el mal gusto. El primer contacto con la seda fría me sedujo: Esta tela es como estar en bolas, me encanta, le dije. Siniestramente, Madre presagiaba su victoria. Ah, tiene volado...Bueno, lo pruebo. Me lo medí y, como guachín en arrebato, un pensamiento hippie asaltó mi cabeza. Me sentía libre, suave, romántica y soñadora; y me gustaba. Un combate interno en el que se disputaban mi amor por las calaveras y la esencia de una verdadera mujer Flower Kenzo me erectó los pezones. Me lo quedé, era cómodo y no me quedaba tan mal. Con los otros me pasó lo mismo. Uno de ellos tenía flores, potenciaba aún más las cualidades Flower Kenzo.
Ese mismo día tuve que buscar a India a la peluquería, la shitzu mini de Madre que atrae los más elegantes piropos de los devotos de la raza. Cuando llegué a casa me miré al espejo: vestido con volados, shitzu en un brazo y cartera de mano en el otro. El Mosca, punrockeando  los parlantes de una casa vecina entró por la ventana: ya no sos igual.