Hágase un zoom que lo despixele. Deje que su cuerpo traslade
a la piel el desconsuelo de su cabeza. Que el corazón le lata queriendo salirse
de usted y que su miedo a que eso suceda lo paralice. Siéntase un mendigo rogando y acariciándose el corazón
para que aminore la marcha. Y de a poco empiece a alejarse. Tome distancia. No importa
que la conmoción no cese, siga tomando distancia. Salga de su cuerpo. Mírese desde
afuera, desde otro lado y otro cuerpo. Vacíe la mochila de culpa. Permítase
mirar sin juzgarse y dé lugar a la sensación. No la reprima. Ahora
intente distanciarse aún más. Suprima los imposibles y vuele. Váyase lejos, muy
lejos y mírese desde arriba, desde el techo de su casa y, si puede, desde el cielo. Compárese
con los bichos y animales que alguna vez ahuyentó o pisoteó. Búrlese, si quiere.
Trate de ver, desde lo alto, la dimensión de aquello que lo aflige. Grafíquelo en
un punto negro. Coloque ese punto en el paisaje que sigue viendo desde lo alto
del cielo. Agradezca poder ver el paisaje y perder fácilmente de vista su punto
negro. Despídase de ese punto que una vez fue su paisaje. Imprégnese de esa paz
y procure recordar este distanciamiento. Ríase. Sobre todo ríase. Piense en
aquellos males del pasado que hoy sólo puede recordar riendo. Ría más. Convénzase
de que las cicatrices se convierten en risas
y, por favor, recuerde este atajo al cielo y procure encontrar excusas para
seguir riendo.