domingo, 29 de septiembre de 2013

Padecimiento de las clases de música: la seño Edith y mi primer trauma.

Es increíble como ciertos episodios traumáticos en la infancia pueden tener tanta repercusión en nuestra adultez. Es probable que no recordemos qué comimos ayer al mediodía pero apenas oímos la palabra traumático, nuestra jodida memoria nos bombardea con recuerdos horripilantes que se resisten al 'vaciar papelera' cerebral y parecen haber comprado un lote en nuestra cabeza.
La mayoría de estos episodios ocurren en la infancia o temprana adolescencia y nos toman tanto cariño que pueden acompañarnos de por vida.
Siguiendo la costumbre de Álvaro que hace ranking hasta con los peores garcos de su vida, podría  situar casi en el podio de mis momentos de mierda al ocurrido en la clase de música de la seño Edith.
Mi escuela se caracterizó, al menos en los 90s, por tener seños y profes de música poco pedagógicas o, si se quiere, tan preocupadas por la afinación de nuestras vocecitas que olvidaban que también éramos niñas inestables con lugar de sobra para sembrar y cultivar nuevas inseguridades.
A los ocho años es natural tener algún que otro tic nervioso o costumbre extraña que delatara nuestro prematuro desequilibrio mental. En mi curso no sólo había variedad sino que estaban las más patológicas: desde una simple onicofagia (comerse la uñas) hasta un extraño hábito que tenía una compañerita que, de la nada, se sostenía de la ingle y agachaba levemente. Era una suerte de demi-plié de danza clásica o un hipo vaginal que la obligaba acurrucarse un poco. Rarísimo, nosotras nunca salíamos de nuestro asombro y conjeturábamos sobre los posibles trastornos que Evelyn podía haber tenido.
Vanesa, la de los cumpleaños en el Duende Azul, metía la palabra 'pero' en cualquier lado desmeritando cualquier cosa que decía y provocando la risa, sólo a veces secreta, del curso entero.
Yo, más clásica pero no menos desagradable, me comía apasionadamente los mocos. El deseo era incontenible y poco me importaba si había gente alrededor, yo tenía que sacármelos y con algún que otro malabar de por medio, hacerlo llegar a mi boca.
'¡Asquerosa! ¡Con la cantidad de bichos que tienen los mocos vos te los andás comiendo!', me decían en casa cada vez que me descubrían. Pero tampoco me importaba. Si estaba en el auto, bastaba con salir del perímetro del espejo retrovisor para abstraerme de la realidad en mi salada cacería de mocos.
Mi destreza era tal que mis dedos índice y meñique parecían danzar en vez de excavar mi naricita. Por supuesto que no fue así desde un principio sino que necesité varios sangrados de nariz para darme cuenta de que las uñas, lejos de ser necesarias, eran perjudiciales y que necesitaba controlar el movimiento de mis dedos. Mi mamá, para ese entonces, creía que una terrible enfermedad me acechaba cada vez que la llamaban de la escuela para contarle que la nena estaba en sala de profesores con gasa en la nariz por una imparable hemorragia.
Como todos sabemos, la prohibición intensifica el deseo. Mis dedos se alborotaban cada vez que respiraba profundo y sentía el revoloteo de una cortinita o guirnalda de moco colgando de mis fosas nasales. La reacción era automática, si había moros en la costa huía hacia algún rinconcito o directamente al baño donde podía pasar unos buenos minutos sacando y comiéndomelos. Idealmente sucedía eso y, cuando no, me comía una cagada a pedos.
Reprimirme las ganas nunca fue fácil y, por el contrario, cuanto más me perdía en mis pensamientos más posibilidades tenía de terminar inconscientemente con el índice en la nariz. Por esto mismo, me esforzaba por prestar atención en clase y mantener mis manos ocupadas.
Las clases de la seño Edith, la bruja de música, eran peligrosísimas porque nos hacía sentar en ronda alrededor del piano desde donde tenía una panorámica de todas nosotras.
Sólo en ocasiones lográbamos romper esa ronda dispersándonos un poco y, por lo general, era cuando cantábamos canciones que ya conocíamos.
Recuerdo una clase en que Edith estaba de un rarísimo buen humor. Nos hizo sentar cerca – y no en ronda- del piano y cantamos el alegre hit de Violeta Rivas para calentar la voz y repasar las notas musicales.
A mis compañeritas les encantaba y la cantaban con tanto entusiasmo que parecíamos un coro de ángeles extasiados. A mi también me gustaba pero, si tenía que elegir, prefería abusarme del delirio que producía el hitazo para seguir comiéndome los mocos.
Apenas empezó el famoso 'Do-minemos nuestra voz', supe que era una nueva oportunidad para comenzar mi ritual.
Una vez que empezaba, nada podía detenerme y esa vez en particular me dejé llevar por el júbilo del momento que iluminaba los rostros de mis compañeritas y acrecentaba el placer de mi hazaña hasta que un súbita y violenta interrupción me hizo aterrizar a la fatal realidad:
-¡¿Vos pensás seguir sacándote los mocos hasta que termine la canción?!', me gritó la seño Edith con una fulminante mirada que hizo que el curso entero girara a mirarme.
Yo no sabía si largarme a llorar o hacerme la muertita para que la forra de la seño cargara con la culpa de mi muerte de por vida. Ambas opciones eran nefastas, yo era muy introvertida como para quebrar en llanto públicamente y muy boluda como para fingir un desmayo o paro cardíaco por lo que terminé pidiendo disculpas con tanta vergüenza y pánico que me entumecí por completo.
La seño Edith reanudó la canción y continuó con la clase. Ella como si nada, yo como si todo.
No me salía un puto sonido de la boca así que tuve que hacer la mímica hasta el final de la canción, rogando y jurando por la muerte terminal de mi mamá que nunca más me comería los mocos con tal de que al terminar el hit de Rivas, Edith no me volviera a regañar ni hiciera de mi desgracia un sermón para toda la clase.
Por suerte o gracias a algún mecanismo psíquico de defensa, bloquée por completo el desenlace de ese particular día de escuela pero aún recuerdo con la más avanzada definición de imagen y sonido la reprimenda de la seño y mi dedo índice escurriéndose entre mis cancanes azules para ocultar el pegajoso cargamento.
Desde entonces, odié las clases de música y la canción de Violeta Rivas y, ahora que lo pienso, quizás por eso Violencia sea mi personaje preferido del gran Capusotto.




sábado, 28 de septiembre de 2013

Humanidades, ¿orgullo y prejuicio o filosofía y tetas?


La facultad de Humanidades puede definirse de más maneras que el ser de Aristóteles , algunas más optimistas que otras. No voy a enumerar las negativas porque son de público conocimiento pero si diré que no siempre se refieren al edificio y las carreras que allí se estudian sino también a quienes la conformamos.
La estructura del edificio es realmente bellísima, no así su actual estado que está un adjetivo más abajo de deplorable. Como sea, he llegado a la conclusión de que uno aprende a quererla tal cual es y termina argumentando a su favor que la calidad humana de quienes la frecuentan es lo importante. Como si una facultad humilde y medio tirada nos hiciera mejores personas o, quizás, acentuando esa idea de que los 'raros' somos inofensivos y que los verdaderos garcas estudian en facultades lujosas y se visten bien. Puede sonar extremo pero si se escucha atentamente, ese es el común denominador de varios discursos que se creen optimistas.
Es natural defender lo propio, o lo que uno así considera, con los dientes y lo considero un gesto tierno. Pero debo decir que , habiendo pasado por al menos cuatro instituciones antes de ésta última, Humanidades me ha soprendido y decepcionado casi en igual medida que otras.
En la UAI, para empezar, no me dejaban entrar si no me sacaba el sombrerito. Es una boludez, lo sé, pero lidiar con boludeses como esas a diario para poder a entrar a estudiar al lugar al que les estás pagando tu título termina rompiéndole las bolas a cualquiera. Sobre todo a quien escribe, que llegaba siempre tarde y que para aligerar el 'me baño y voy', elegía el sombrero de turno que me cubriera el pelo mojado y sin peinar del viento, del frío y de la mirada ajena.
Por supuesto que todo me cerró el día en que conocimos al rector. Durante meses previo a ese acto -el tipo daba una especie de conferencia- los profesores mismos nos estuvieron preparando psiquicamente. 'Qué exagerados', pensé siempre. Pero no. El Señor rector era más facho de lo que pensábamos. No recuerdo bien cuanto duró pero al menos tres cuartos de la charla estuvo centrada en la importancia de la imagen de los estudiante de la UAI , bardeando sin pudor ciertas costumbres: piercings y tatuajes. El rector nos dijo claramente que no quería que gente de baja autoestima representara a la instutición insistiendo en que la imagen propia es lo que uno utiliza para venderse. Por suerte me había sentado lejos.
En el traductorado la cosa era distinta. El Olga Cossettini es la casa femenina de estudios de la ciudad y no quiero sonar misógina con esto pero creo que por eso duré menos que en cualquier otro lugar. No es que no haya hombres pero son los menos , más aún en el estudio de idiomas.
Para entrar se tomaban exámenes eliminatorios que, según recuerdo, he llegado a comparar con audiciones de bailarinas del Royal Ballet . La competencia es tal que al casting de bailarinas me faltaría agregarle una pizca de Detroit gangster-girls, de esas que te rebajan y miran con tanto odio que en sus pupilas se dibuja un gran Bitch en grafiti. Claro que hablo en términos generales – no todas eran tan mierda- pero me detengo en esta parte porque la recuerdo y me dan ganas de volver a anotarme para revivir esa experiecia y registrarla en video.
El examen se dividía en tres partes y si aprobabas con más de ocho, tenías el privilegio de elegir en qué turno cursar o, directamente, te mandaban a la mañana. Eso ya implicaba algo interesante: las de la noche eran la resaca.
A mi me fue bien y por el horario y 'el miedo a la zona' que tenía mi vieja, probé ir a la mañana.
Duré una semana. Ahí descubrí que los terciarios poco se distinguen de sistema escolar (toman lista y te retan o amenazan con echarte de la clase)y que mi curso poco tenía de amigable.
Al traductorado no se iba a aprender sino a demostrar lo que ya sabés y lo bien que te vestís, en pocas palabras. Yo en esa época quería ser Brody Dalle, la cantante punk de Distillers pero rescatada y antes de las drogas (si es que tuvo un antes) y nunca creí que unas tiernas bucaneras a rayas fuesen a provocar tanto revuelo. No me vestía como gato pero siempre defendí mi derecho a ponerme lo que me hiciera feliz que no era más que seguir instrucciones maternas post- pubertad forrada en Archie Reiton en la que mi mamá, con algo de culpa por haber elegido mi ropa por tanto tiempo, me obligó a rebelarme.
En fin, me quedan tres carreras abandonadas más por describir pero quiero evitar eso y pasar directamente a mi querida Humanidades (ven, ya le puse un 'mi').
Confieso que el día en que fui a anotarme sabía que estaba súper fuera de término y fue por eso que dejé en manos del destino (esta vez sin confite de por medio) la decisión final, si no había más cupos para Filosofía, me anotaba en Letras.
'No, es raro que se llene el cupo para filo. Decime, cómo es tu apellido?, me dijo el tipo de alumnado listo para anotarme, con menos de la mitad de las cosas que me pedían.
'Qué buena gente, re poco burocráticos', pensé.
Ese mismo día en el pasillo conocí a Lily, una estudiante de artes que me habló porque llevaba puesta mi remera de Dalí. Lily tenía la boca pintada de rojo intenso y hablaba con bastante soltura. Me gusta la gente que no se sorprende ni te mira mal si le hacés una pregunta para entablar una conversación.
Con el tiempo, fui reconociendo patrones que se repetían en estudiantes de una misma carrera y salían a colación siempre que nos burlábamos de los no-filósofos. Si bien todos los que estudiamos en Humanidades estamos englobados en una etiqueta común, la de jipis, algunos de nosotros nos esforzamos por esclarecer los límites entre los tipos de jipis porque odiamos que nos llamen así.
'Los de ciencias de la educación son ladrones, son esos que pueden dar clase de casi cualquier otra carrera que se dicte en la facu. Una mierda', me asesoró una compañera de Antropología cuando le pregunté qué es exactamente lo que estudian.
De eso, filtré como data importante: ciencias de la educación= ladrones.
Sobre la gente de Letras no necesité consultar demasiado. Con mirarlos a los ojos era suficiente: 'Esta gente sufre', deduje. No sé si es que el programa de la carrera es durísimo o si fingen una depresión para escribir más profundamente o venderse como gente hipersensible pero la cosa es que sus caras siempre me conmovieron.
Los de Antropología, mis favoritos, son los más reconocibles. Suelen llevar algún colgante con alguna piedra o semillita, rastas y-o algún sticker o estampa en algún lado que los muestre preocupados por la situación de los pueblos originarios. Este último punto es, estadísticamente, uno de los pocos temas sobre los que se puede ver a un futuro antropólogo erectarse en una simple charla de pasillo. Por cada diálogo relacionado al objetivo de la carrera se estiman unas tres repeticiones, como mínimo, de los términos: primitivo, originario y otredad. Se apasionan, eso me gusta.
Entre los tracks de sus gustos musicales está Tonolec o bandas latinoamericanas que hagan canciones para cachenguear un poco. Y cuidadito con confundirlo con cumbia local porque si te cruzaste con un antro extremo te comés la reseña sobre música centro y latinoamericana de tu vida.
En Bellas Artes están las chicas lindas o que más se arreglan. O al menos eso me dijo el 70% del plantel masculino de la facultad. Un chico cuya identidad no voy a revelar le dijo a modo de piropo a una amiga que era raro que estudiara filosofía ya que en nuestra carrera no hay lindas pibas. Eso me ayudó a entender más.
Artes y Filo concentran el mayor número de hipsters de Humanidades. Un gran porcentaje de las chicas de arte diseñan y-o confeccionan su propia ropa – y te lo hacen saber apenas tienen la oportunidad- o son muralistas. Éstas últimas me caen genial. El mundo del dibujo y la pintura me es tan extraño e inalcanzable que siento que quienes usan tan bien ese hemisferio cerebral tienen algo especial que me hace querer ser amiga de todas ellas.
Los futuros filósofos y filósofos wannabe no somos ni un poquito menos estereotipables.
Si bien la barba es común y afecta a la mayoría de los estudiantes de Humanidades (por suerte sólo a hombres hasta ahora), es fácil notar que en Filo este ingrediente es casi un requisito. Cúlpense a los griegos o a las estatuas que en su memoria se han erigido pero les aseguro que no se ha registrado heladera con post-it que aliste una Gillete en casa de estos muchachos. Ni siquiera una Bic, que son más baratas.
Otro dato que me es llamativo de la gente de filo es que cuanto más avanzados están en la carrera, más fobia parecen tenerle al contacto con la gente. Y aquellos que no están contemplados bajo esta característica son por demás de cerrados y discuten con vehemencia cualquier tema hasta tener la razón, cual sofista justificando sus honorarios.
La playlist de un futuro filósofo, además de rock nacional, tiene Radiohead y alguna banda poco popular y preferentemente indie que se idolatra con frecuencia. Siempre que puedan, estos especímenes desviarán cualquier conversación al camino del absurdo, perdición y fatalidad: la cuestión del ser.
Y si notan que sus planteos se van a la mierda en vuelapelos tratarán de re-encaminarlos criticando al sistema o la superficialidad de la gente. La gente que por supuesto, nunca es uno.
Respecto de la superficialidad, hay entre hombres como mujeres una suerte de acuerdo ímplicito que se vuelve reclamo si algun@ cae con ropa de marca. Estos traidores son una amenaza, perjudican la reputación de los fillósofos que se cagan en la estética y que sólo viven para cuestionarse el ser y la razón y se rehúsan a usar camperas Adidas, a menos que sean de feria o revelen años de uso con agujeros en las axilas
Tengo una compañera que va siempre divina y maquillada a clase y casi que la sentencian por esto. No importa si tiene cerebro y lo usa, el buen vestuario y el maquillaje no con correlativos con la filosofía. Esto a su vez, encubre otra convicción que opone belleza- o el verse bien según standares impuestos- con pensamiento. Como cuando tu amigo te dice que la mina que se está encarando es divina o súper inteligente y no detalla en la cuestión física. Probablemente se me tilde de sorete prejuicioso por lo que estoy diciendo pero sé que estoy siendo portavoz del lado cruel que muchos reprimen pero en el fondo existe y se alborota con esto que digo.
Hace un tiempo me fumé una descarga de ira de una chica que criticaba a una estudiante de filo que tenía las tetas hechas. Me habló pestes de ella y no paraba de cuestionarse qué hacía una plástica estudiando en Humanidades. La dejé descargarse con mi mejor cara de poker y a veces fingiendo estar de acuerdo para analizar su discurso.
De todos modos, el prejuicio no es exclusivo de los estudiantes sino que algunos profes no quieren ser menos y nadan en el mismo andaribel de prejuicio que nosotros.
Cerca de un més atrás, un profe mostró la hilacha preguntando, en tono desafiante, cuántos rugbyers o deportistas en general había en la clase. Para mala leche suya y victoria nuestra, algunos valientes levantaron la mano, en son de protesta, para contrariarlo. Si bien en el fondo podemos estar un poquito de acuerdo con él, no daba para que un profesor se sublevara públicamente con tanta comodidad . Este tipo no filtra mucho y dice cosas en clase que a lo mejor debiera guardarse para reirse luego con sus amigos. Pero a la vez, eso hace que me caiga bien.
Si leyeron atentamente , deberían haber notado que no me incluí en la descripción de los estudiantes de filosofía ni en casi ninguna crítica. Quiero aclararles, antes de que se me adelanten, que no es que me considere superior pero evaluando lo analizado, no estoy en condiciones de decir nada de lo que dije y les diré por qué. Según me han dicho, me visto como estudiante de Artes -sólo que no sé hacer mi propia ropa-, hago y disfruto hacer ejercicio, escuché Britney mucho tiempo, me encantan las fiestas electrónicas y encima tengo tetas plásticas.
Lo bueno de haber desarrollado el tema del prejuicio sin esconder el propio y admitiendo ser una anti-estereotipo que bardea pero también se rige por el convencionalismo, me vuelve una criticona un poco más honesta.
Yo no sé que carajo hago estudiando filosofía cuando todos sabemos que el diseño de moda es un terreno tanto más prometedor para una pseudo hipster con tatuajes y vestuario excéntrico como el mío.
Tendría que haber ido a la Expocarreras que se hizo ayer y replantear mi situación. Por lo pronto, hay algo de lo que estoy segura: con tetas no se puede filosofar.


miércoles, 25 de septiembre de 2013

'Dime qué haces cuando te cantan el feliz cumple y te diré quién eres'

No entiendo cómo es que la gente sufre por cumplir años. A mi me encanta cumplir años. Siempre me gustó. Sobre todo desde los 10 años en adelante, cuando ya tenía amiguitos para invitar en vez de sólo los compañeritos de curso que si o si había que invitar. Antes de esto, era tan olfa que me costaba hablar con la gente, invitar a jugar y todas esas porquerías. Yo me sentaba con Vanesa, la otra olfa del curso que era peor que yo. Salvo que ella era rubia y yo una pequeña Pocahontas, teníamos varias cosas en común: las buenas notas, los papis con plata y, por ende, nuestras madres que hacían regalos de cumpleaños copados. Yo creo que nos invitaban a los cumples sólo por eso.
Ella era ñoña por las buenas notas mientras que yo me dedicaba a la escuela porque no tenía con quien jugar; pero prefiero decir que lo hacía por amor al arte. Además era sabido que se acercaba a mi por interés o porque su mamá la obligaba.
En la primaria era algo común. Las madres te hacían la cabeza para que te juntes con las pibitas que se sacan buenas notas o directamente te obligan. Te hacìan esas comparaciones de mierda entre las nenas con las que te juntás vos y las olfas, esas que por más que te las tengas que fumar cada tanto jugando a la mamá, parecían asegurarte un Muy bueno o un Bueno + por el sòlo hecho de juntarte con ellas.
De todos modos, no me quejo. Vanesa tenía todos los colores pasteles de las biromes Signo más caras que nadie tenía. A mi también me convenía sentarme con ella.
Ella siempre festejaba los cumpleaños en el mismo salón: 'El duende rojo' o el azúl, que quedaba a unas pocas cuadras. Estaban buenos porque se morfaba rico, tenía piñatas con mercadería copada y un salón de baile con bola de colores y esas cosas. El garrón era el nombre. No daban los lugares que sonaban a infantiles pero bueno, nos hacíamos las grandes igual y en las tarjetitas se empezaba a usar la palabra 'asalto' para mostrar esa 'madurez'.
Mis cumpleaños tampoco se quedaban atrás. Tenían tanta repercusión que hubo un año en que la mamá de Nadine, mi mejor amiga que para entonces no era tan amiga, la llamó a mi vieja para pedirle que por favor no la excluyéramos a la flaca, que estaba triste porque casi todo el curso iba menos ella. A ese cumple Nadine se invitó sola.
Justo ese año había laburado un montón a mi vieja para que me dejara decidir o al menos intervenir en la organización de mi cumple. Habíamos quedado en que yo me fumaba que fueran las hijas de los socios-garcas de papá mientras yo decidiera a quien invitar del curso. Convencerla fue un logro hasta que el episodio de la flaca me hizo quedar como una hija de puta y, lo que es peor, mi mamá terminó teniendo razón.
Mis cumpleaños eran bastante a todo culo por dos cosas: un padre con plata y orgullo de que la piba siguiera saliendo abanderada.
Todavia conservo una caja gigante con vhs's de todos mis cumples, desde los 5 hasta los 15, que al día de hoy resistió 9 mudanzas sin terminar en la basura. No sé por qué pero me conmueven y cada tanto pienso en reverlos, no muy de cara y con algunas amigas. Por ahora lo sigo postergando, no sé si estoy lista. Pero no puedo culpar al filmador tampoco. Se sabe que las modas cambian rápidamente y que las payasadas ultra cursis que nos hacían hacer en los 90 hoy son el hazmereir de los chicos modernos. Nestor sólo cumplía con su trabajo. Y de hecho, lo hacía muy bien. Lo único que he notado y siempre me llamó la atención fue su fijación con Bryan Adams, el cantante de boleros más empalagoso de los 90's. No me gustaba para nada que ese boludo interpretara los soundtracks de mis fiestitas. Mi cara de culo y un tema de Bryan Adams en el video parecían ilustrar el cumpleaños más triste del mundo de una nena seguramente huérfana, adoptada o con algún familiar preso.
Nestor estaba atento a todos mis movimientos. Era como tener mi propio paparazzi, pago pero paparazzi al fin.
Su momento favorito, al igual que el de todos los filmadores, era el de la torta, obvio. Digo obvio porque a estos tipos les encanta verte incómoda o esforzándote. En ciertos momentos o, mejor dicho, rituales, no se tiene espacio ni escapatoria (o si, pero quedás como un nabo entonces mejor bancártela) y registrar eso es fascinante para ellos.
La torta frente al cumpleañero con velas encendidas, amigos y enemigos rodeándote,afinando una canción que data de hace más de dos siglos y algún que otro familiar llorisqueando de emoción. Seamos honestos, la escena además de aterradora es una mierda. Especialmente para una pibita tímida que no tolera a la gran mayoría de sus invitados.
Muchas veces me he cuestionado cuáles eran esos momentos horribles en los que uno más se expone para, a partir de ellos deducir características generales de una persona. No lo confundan como el 'dime con quién andas y te diré quién eres' porque lo odio. Mi mamá me lo decía siempre cuando me juntaba con Mayra, la 'adelantada' del curso que se afeitaba las piernas a los 12 y por tanto, era puta.
Me refiero a situaciones como por ejemplo un choque. Cómo reacciona el chocado y cómo lo toma el pelotudo que choca.
Bueno, con el momento de la torta pasa exactamente lo mismo. Yo me atrevo a postular que 'como uno se comporta en el momento de la torta, así es en la vida'.
Por supuesto que el comportamiento va cambiando. De chiquita, mi estrategia era concentrarme en un vértice de la torta y fijar la vista ahí hasta que lo peor pasara. Años más tardes miraba a la gente a mi alrededor y sonreía como agradeciendo no sé bien qué (si al fin y al cabo ellos venían a mi fiesta, se divertían y comian todo,y a veces sin hablarme).
Hasta ahora, mi táctica sigue siendo la misma. Miro a todos, uno por uno, y los obligo a cantar fuerte y afinadamente y acuso a quien no esté cantando pidiéndoles que vuelvan a empezar porque faltaba esa persona. Mi cara suele ser de felicidad plena. Aplaudo y me canto a mi misma sólo que me mantengo alerta al boludo que siempre te quiere enterrar la cara en la torta.
Supongo que finalmente encontré gente linda con quien reunirme a festejar.
Cortaría este texto acá para cerrar con un final choto y feliz pero me acabo de acordar de una anécdota que no puedo dejar de contar. Si, fue en un cumpleaños de Nadine.
Sus fiestitas fueron siempre minoritarias. Ella tampoco tenía muchas amigas en la primaria. Y al contrario de mis fiestas, ella tenía que recordarle a la gente que fuera. Hubo un cumpleaños en que sólo yo me acordé. Tuvo su lado bueno. Nos comimos todos los sandwichitos. El único garrón fue presenciar una pelea entre ella y su papá porque no le había conseguido los sandwichitos de palmito como ella quería. O algo así. Muy típico de Nadine.
Desde entonces la flaca se avivó de que los cumpleaños con poca gente eran mejores. La comida rinde más y se puede sacar mano más cómodamente. Fue así que empezamos a hacernos amigas de gente poco popular que hacía cumpleaños con rica y abundante comida. La estrategia era intensificar la amistad llegada la fecha y caer siempre antes que todos.
Eramos bastante mierda pero la vida nos hizo así.

Al final, creo que esta última confesión dice mucho más de nosotras que  lo que podamos actuar durante el momento de la torta y el cantito de cumpleaños. Somos unas mierdas pero es por otra cosa, nos cuesta recibir amor.

martes, 24 de septiembre de 2013

Paja e indecisión: cuando el destino está en el color de los confites.

En días como hoy no puedo hacer ni decidir nada. Me dejo manejar por una lista mental de cosas por hacer que, con algo de impuntualidad, trato de ir cumpliendo.
Voy hasta al kiosko y en la fila me encuentro al vecino que hace unos meses atrás llamó a la grúa para que se llevaran mi auto que con tanta puntería había estacionado en la puerta de su garage. Un divino. Ese fue nuestro primer diálogo, así nos conocimos.
Llega mi turno y el kiosquero, con su usual mala onda, me apura a decidirme. Olvido por completo a qué corno vine al kiosko, esto claramente no estaba en mi lista de cosas que hacer, y por azar y presión de estos dos sujetos me compro un paquete de Rocklets.
'Rocklets?, cualquiera!' Bastó con entrar al pasillo para recordar que, en verdad, había ido al kiosko en busca de sanas municiones para mi rato libre de malta y escritura. Y de repente estoy acá, con mi malta endulzada con azúcar integral y un paquete de confites artificiales y por demás de adictivos.
Decido alejar el paquete de la mesa para no tentarme y lo guardo en la alacena. Como si acaso el hambre y la ansiedad no tuvieran la fuerza necesaria como para hacerme levantar e ir a buscarlo.
Abro el paquete y además de confites se me aparecen miles de recuerdos de mis tardes de minimarket, excesiva glucosa y caries. Hermosas épocas. Por aquel entonces, el destino estaba en los confites. Las grandes decisiones se tomaban con un paquete de Rocklets en mano. Incluso las respuestas más difíciles se respondían y correspondían al color de un confite en particular, ese confite que salía sorteado del paquete decidido a cantarte la posta.
'Qué pelotuda que era', pienso por dentro. Y queriendo engañar a mi voz interna, tan crítica de mi pubertad, me pongo a jugar sin que ella se dé cuenta.
Doblemente pelotuda. Además de pajera e indecisa pretendo engañarme a mi misma.
'Y si funciona posta?', vuelvo a preguntarme, con algo de miedo de que mi voz vuelva a ponerse la gorra.
Layla dice que hay que dejar de lado la razón y creer más en la magia.
Suspiro e invoco a no sé qué, pero lo invoco intensamente, como psicochamana que quisiera ser una próxima vida.
'Si sale rojo es porque la ropa que tendí hace un rato ya se secó'. Sale un rojo.
Despacito y haciéndome la que no me importa demasiado subo la terraza.
De lejos parece seca. No quiero perder la fé en estas giladas así que me acerco y las toco. Están duras de lo secas que están. Sonrío y bajo al comedor.
De a poco crece mi esperanza en este método.
'Pruebo una más  y si se cumple posta, voy a hacer de ésto un hábito', me propongo y convenzo.
'Si sale amarillo es porque hay suficiente agua en el tanque como para bañarme antes de ir al laburo por más de que no haya prendido la bomba hasta ahora'. Sale un amarillo.
Entusiasmada, voy al baño quitándome y tirando la ropa en el camino.
La ducha me escupe dos chorros de agua sucia y con un ruido a cañería seca y game over, se me caga de risa.
Casi en tetas, vuelvo al comedor con la cabeza gacha.
Mi voz interna me recuerda lo triplemente pelotuda que soy por haber confiado en estas giladas y en las ocurrencias de Layla que todo el mundo dice que está loca.
Es casi la hora. Con mal humor y descreencia total en estos confites de mierda me voy sucia al trabajo.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

El verbo encarnado: el oficio de la depilación


No recuerdo cómo pero un día decidimos que el mejor negocio sería poner una spa urbano. Mi mamá estuvo de acuerdo desde el principio. No sé si para ahorrar el tercio de sueldo que deja en manicuría, depilación, podología y cama solar o porque tenía la esperanza de yo, su hija, dejara de ser una 'andrajosa', según sus textuales palabras, y me volviera más femenina. Creo que fue una mezcla de las dos.
Contratamos una manicura y una cosmetóloga y masajista que resultó ser una conchuda, pero eso es un tema aparte. En otras palabras, contratamos gente que supíera hacer lo que nosotras no sabíamos: nada, excepto depilar. No, no había hecho cursos pero me depilo desde los 13 años después del incidente que relaté hace varios posts atrás así que me sentí lo capacitada como para lucrar con pelos ajenos.
Al principio, como sucede con todo nuevo emprendimiento, nos costó un huevo juntar clientas pero, volanteada de por medio y con publicidad de Jorgito el potro, que era nuestro vecino, nos hicimos una pequeña pero fiel clientela. Por lo general, las chicas venían por las promos y yo, la depiladora, de inmediato empecé a frecuentar arbustos femeninos.
Rápidamente deduje tres cosas, tres patrones que se repetían con frecuencia: que las señoritas de la zona esperaban al jueves para despejar el área, que el área a despejar era siempre el púbico y que ninguna usaba esponjita para refregarse. Éstos, entonces, se volvieron mis consejos de depiladora.
El único método que usé fue el tradicional. No porque guardara cariño por el clásico sistema español sino porque la vez que probé en mi misma el novedoso e higiénico método descartable preferí haber seguido peluda. Ciertos avances de la tecnología aplicada a la estética se cagan tanto en el cuidado de la piel y priorizan tanto la extinción de los pelos que te los quitan con piel incluída o te dejan, a modo de trueque, un ardiente sarpullido que nada tiene de hot. Por eso, cada vez que alguna posmoderna venía a nuestro spa solicitando esa basura me encargaba de explicarle que ese método era un one-way ticket al cáncer de piel, como mínimo.
No es por agrandarme pero era muy buena en mi oficio y no hubo muchacha que partiera con un pelo. Por supuesto que mitad del mérito era de la cera y los materiales que usaba. A veces es preferible ganar unos mangos menos pero asegurar el peludo regreso de la clienta. Tenía un hermoso hornito con colador que aún conservo y la mejor cera del mercado.
En verano la actividad aumentaba notablemente y, como sucede en los negocios pequeños surgen complicaciones.
Hubo una vez en que la mejor cera del mercado se vio consumida en una ardua y tupida tarde de trabajo por lo que tuve que usar una de esas que te venden en 'Diferent' o 'Soy lola'   para atender a la última clienta del día, casi noche.
'Por una vez que uses la Depimiel no pasa nada', me dijeron. Y yo confié. No tuve opción.
No recuerdo con exactitud el nombre de esta señora pero por el bien de este relato y la no reiteración de 'esta señora' vamos a llamarla Raquel. Recuerdo su cuerpo y este nombre le queda muy bien.
Traté de derretir el bloque de depimiel antes de su llegada pero no sucedió. Raquel tuvo que esperarme unos 15 minutos.
La invitamos con café y una agradable charla de sala de espera de spa que mi mamá tan bien ofrecía mientras yo, detrás de escena, luchaba por derretir el bloque cual dealer de faso cortando pedazos con un tramontina desafilado.
'Ya estamos Raquel, pasá por acá'. Raquel ya se veía algo impaciente. Aparentemente la charla de spa no había sido lo suficientemente grata como para contrarrestar nuestra impuntualidad.
Se desvistió casi de inmediato y una vez sentada, casi en bolas, en la camilla empezó a delimitar con sus dedos el perímetro que quería alisar.
'Perfecto, Raquel. Hoy te vas de acá hecha una estrella porno', le dije para romper la tensión que irradiaba su cara de ojete. Cada tanto tiraba esas frases boludas que a las cuarentonas tanto les gusta escuchar.
Raquel quería irse con un cavado de bebé y a mi me caían bien las mujeres jugadas sólo que no tenía la confianza necesaria en la cera de turno como para cumplir con esta misión.
Empecé por las piernas, como para testear la elasticidad de la cera. He aquí uno de los principales requisitos con el que nuestra materia primera debe contar.
'Estoy hasta el ojete', pensé por dentro. La depimiel resultó ser más poronga de lo que pensaba y tenía que pasársela casi hirviendo para lograr la maleabilidad que me permitiera acortar la tortura. La fórmula es sencilla: más flexible es la cera, menos pasadas, menos tirones y, por ende, menos sufrimiento.
Por supuesto que una profesional jamás admitiría estar usando una berreteada de productos por lo que le pasé la bola a Raquel insinuándole cuán arraigados estaban sus vellos y lo pronto que había decidido venir a depilarse.
'Hace como 20 días que no me depilo' , me dijo la muy yegua.
'Qué raro!', le dije yo, haciéndome la sorprendida y haciéndole creer que era afortunada por tener un crecimiento tan lento.
Lo que normalmente hubiera logrado en unos cinco tirones, en Raquel me llevó unos diez. Y lo peor aún estaba por llegar: el cavado.
Le levanté y até la bombacha a lo Moria Casán para ver que con qué me enfrentaría a continuación.
Raquel era un claro especimen de las mujeres que no usan esponjita para desencarnar los pelos. De treinta y cinco pelitos, al menos veinte estaban encarnados.
'Raquel, vos te pasás esponjita en la bañera?', le pregunté, sumándole traumas a la pobre cuarentona.
' Tengo una guante exfoliante en la ducha', me respondió. La piel de Raquel evidentamente era una mierda o me estaba mintiendo grandiosamente.
Le dije que haría lo mejor y que para ello tendría que usar más la pincita que la cera.
Me miró cual radical enterándose de la reelección de la presidenta así que rápidamente le dije que, de todos modos, haríamos unas pasaditas de cera para que aflojaran un poco.
Raquel se tensionó aún más. Ni hablar de sus pelos. Los muy hijos de puta parecían escuchar todo lo que hablábamos y se aferraron a la piel de su propietaria con más fuerza.
Cuando uno se tensa de esta forma, el sudor es inevitable. La pelvis de Raquel para ese momento ya estaba húmeda. Probé unos tirones y decidí usar talco para secar un poco el área.
Los pedazos de cera que arrancaba de ella se me cagaban de risa. Con suerte salían tres pelos locos por tirón. Ella se sujetaba la bombacha con fuerza y apretaba los deditos del pie para comunicarme su sufrimiento.
Aproveché que ya la zona estaba medio curtida y empecé a usar la pincita como chinita comiendo arroz con palitos a toda velocidad. Por suerte y por experiencia, uso la pincita como un lápiz y pude acelerar muchísimo el proceso.
Cada tanto, Raquel se levantaba a espiar como iba la cosa. Cada vez que lo hacía le recordaba la importancia de la esponjita. Ya no sabía qué más decirle.
Para empeorar las cosas, mi vieja golpeó la puerta preguntando cómo iba todo. La odié. Me acerqué hasta ella y, por lo bajo, le dije que la depimiel era una mierda y que la vieja era una conchuda. Más tarde le dije que nunca más volviera a golpear para no preocupar a las clientas ni hacerlas sentir Chewbacca.
Gracias a todas las estatuas de Buddha que tenía en el spa, la misión se cumplió casi a la perfección. Pero el casi no era menor. Raquel había quedado divina. Sin un pelo. Pero con un lindo eccema de recuerdo. La chochis de la cuarentona no dudó en expresar su rechazo al calor de la cera y los apretones de pincita por lo que parecía una frutilla vista de cerca, bien roja y granulosa.
Rogué que la reacción alérgica se fuera mágicamente y para darle tiempo, la soborné con unos masajes con crema en las piernas que, si bien estaban hirviendo, no parecían frutillas.
Los masajes funcionaban siempre. Logré que Raquel se relajara un poco pero a los minutitos empezó a inquietar los dedos de sus pies como apurándome a terminar.
'Bueno, ya estamos', le dije. Raquel se acarició la frutilla y, preocupada, me preguntó por qué le había quedado así. Por tercera vez le insistí con el verso de la esponjita con tanta elocuencia y suerte que la convencí y procedió a cambiarse.
'La próxima voy a esperar un poco más así no te la complico tanto ni sufro yo', me dijo con una sonrisita irónica.
Le agradecí haber venido y le recordé lo que le dije en un principio:
'Te dije que de acá te ibas como una porn star, Raquel, sin un pelo. Y,sobre todo, ardiente...', y me reí, con un poco de miedo.
Se rió y casi rengueando fue a pagar a la caja, osea, a mi mamá.
Nunca más supe de Raquel y mucho menos de su frutilla. 

lunes, 16 de septiembre de 2013

El 112 y el comienzo de mis citas.


El timbre de salida fue siempre nuestro favorito. No porque odiáramos la escuela y quisiéramos huir sino porque el último anticipaba cosas grandiosas que sabíamos que iban a pasar: el 112, Franco (el pestañudo del 112) y la jumper de Nadine volándose al bajar del cole.
El 112 está sin duda en el podio del ranking de mis colectivos favoritos (conocí un chico muy lindo que rankiniza sus preferencias y me está  contagiando). Siempre me dejó en la mayoría de las casas donde viví, tenía peluche en la palanca de cambio y era blanco, azul y rojo.
Nadine nunca necesitó tomarlo pero lo hacía igual.Vivía a menos de 10 cuadras de la escuela por lo que sólo disfrutábamos de unas 6 cuadras juntas arriba del bondi. Para cuando encontrábamos un lugar cómodo donde pararnos, (esos huecos entre la gente con espacio suficiente para abrir las piernas y equilibrarte) la flaca ya tenía que empezar a abrirse camino para bajar por la puerta de atrás.
Lo interesante, de todos modos, siempre pasaba en esas seis cuadras de Pasco a Ocampo.
Yo estaba profundamente enamorada de Franco, el chico de pestañas extra large del 112. Él iba al Cristo Rey y aparentemente salíamos casi a la misma hora de la escuela. Para cuando nosotras subíamos, sus pestañas y él, ya estaban ahí. Las tenía tan largas y curvadas que hoy en dia miro las publicidades de Maybelline y si le tapo la cara a la modelo de turno, pienso que puede ser él.
Deduje su nombre de tanto mirarle las dedicatorias en liquid paper que les hacían sus amigos y unas forras que seguro gustaban de él y me lo querían robar, en la mochila y en las carpetas que llevaba en la mano.
Nadine solía hacer comentarios o risas incómodas cuando él estaba cerca asi que yo esperaba a que ella bajase para vengarme.
'Suerte,Susana, decile que lo amás!', le gritaba mientras bajaba y ella moría de vergüenza por eso y por la escena marylin que significaba bajar del cole con el viento soplando la jumper hacia arriba.
Sin Nadine la cosa se complicaba. No sabía qué carajo hacer ni con quien hablar para que Franco me mirara, al menos una vez.
Lo más arriesgado que hacía era pararme o sentarme a dos personas de él. Y eso era la gloria.
Para ese entonces yo vivía en zona sur, que ya era lejos, y me bajaba antes que él. Franco seguramente vivía en la loma del orto. El 112 tenia un recorrido muy largo.
El único movimiento que podía planear era mi descenso. Empezaba por acomodarme la jumper y las hebillitas del pelo del perfil que él vería, con cinco cuadras de anticipación. Me subía las medias hasta el tope cuidando que ningún pelo rebelde se asomara (nos depilábamos desde el fin de la media hasta el comienzo de la jumper, lo justo y necesario, ¿para qué sufrir inútilmente?).
Por lo general, esos recaudos me daban resultado. Varias veces lo ví voltearse para mirarme bajar cuando el 112 doblaba y se alejaba llevándose a Franco, sus pestañas y mi momento romántico del día.
Los mediodías empezaban cuando me despedía de él. Excepto una vez en la que mi vida pareció terminar por caer sobre él. Sí, caer.
El extenso recorrido del 112 lo hacía un colectivo muy popular por lo que muchas veces íbamos comprimidos ahí dentro, obedeciendo a los reclamos de las señoras que se quejaban en voz alta:
'Nos tratan como ganado! Mirá toda la gente que hay y cómo maneja este tipo!'. Protestaban y buscaban rostros cómplices que, con cara de culo, asintieran y las apoyaran.
Yo las esquivaba siempre mirando hacia el lado contrario, con poca o nada de discresión. Temía que, como agradecimiento por unirme al reclamo entablaran una conversación conmigo y esto hiciera que Franco dejara de gustar de mí por verme hablar con viejas rezongonas.
Ese día no hubo señora quejándose por nada. El colectivo tampoco estaba tan lleno. Franco estaba sentado en la segunda fila doble del lado derecho. Y yo más cerca de él que nunca: parada cual patovica al lado de su asiento. Ese día no pude acomodarme la jumper ni ajustarme las hebillitas. Estaba ahí. Lo único que hacía era controlar mi respiración, como si el aliento a sopa del primer recreo (tomábamos tazas de sopa Knorr Quick, en sobrecito) fuese a rozar su perímetro de aire y estropearlo todo. Mantenía la espalda recta como nos decía la profe Silvia en danza , el cuello alto como restándole importancia y quebraba cadera para el lado que él mas veía para estafarlo con unas curvas definidas e inexistentes.
Pero como es sabido, las mentiras y las poses tienen patas cortas o te acortan el movimiento de las patas por lo que a la primer frenada trágica del 112, mi cadera, oportunamente, eligió frenar su caída en la falda de Franco.
Él abrió tanto sus ojos que sus pestañas hicieron un loop y le tocaron los párpados. No eran tan verdes al final, tenían matices grises también. Eso hacía que me gustara más.O no. Cuando se gusta de alguien, ese alguien no tiene defectos sino detalles distintivos que lo vuelven aún más gustable.
Le pedí perdón y me levanté enseguida sosteniéndome de una de las barandas. Me alejé al menos tres asientos. En el Ludo hubiera retrocedido al primer casillero. Desde ese día, decidí empezar a unirme a las protestas de todas las señoras- siempre que estuviéramos a más de 3 personas de él- y practiqué muecas con fuertes caras de culo en el espejo que bancaran el reclamo.
Nadine de seguro lo recuerda riéndose al día de hoy. Yo, de a poco, empecé a encontrar excusas para tomar el 134 por Sarmiento. 
Por suerte para nosotras, las jovencitas timidonas, en aquel entonces comenzaba el apogeo de las salas virtuales de chat como Via Rosario y  Mirc que descartaban la posibilidad de desplomarte sobre el chico que te gusta. Además, podías pensar tu respuesta y gritar después de darle enter a un mensaje super jugado como 'hola, como estás?'. Por esos días, divertirse con amigas significaba abrir la ventana de chat del chico que a alguna le gustaba y escribir 'te amo' o 'a dónde vas esta noche?' y amenazarla con apretar enter si no hacía lo que le pedías. Funcionaba siempre.
Al principio no teníamos internet en casa así que ibamos al Shopping del Siglo a conectarnos, cuando acceder a la red era un lujo burgués. Y más aún si conseguíamos compus una al lado de la otra para chusmear lo que la otra hacía o pescar a algún pajero viendo porno y contárselo a alguna amiga por chat mientras le relojeábamos con carpa el bulto para ver cómo carajo era una erección en vivo y en directo.
Con Nadine, el plan era siempre el mismo. Encontrarnos en San Martin y Córdoba, ver los perritos en adopción y empezar a caminar riéndonos de todos. Ella era puntual, y lo sigue siendo. Yo no y ni siquiera me esforcé por corregirlo. Ella padeció mi impuntualidad que llegó a marcar un récord de hora y media de espera.
Desde ahí nos ibamos al shopping y nos parábamos en algún Royal a buscar golosinas, cuando comprar ahí era realmente más barato. Algo parecido a lo que pasó con los chinos que ahora se avivaron y te cobran más o igual.
La misión del chat era conseguir números de teléfono o concretar citas. Por supuesto que siempre decidíamos lugares públicos o el mismo shopping, por precaución más que nada ; y, en parte, porque compensaba la culpa de no contarle a nuestras mamás que hacíamos semejantes cosas.
El colectivo que me llevaba a las 'citas', en el lugar del centro que fuese, seguía siendo el 112 y aunque ya no volví a gustar de chicos en mi cole, disfrutaba el viaje y aprovechaba a sentarme en el fondo para arreglarme los invisibles, porque claro, ya no usaba inmaduras hebillitas. Ya no me preocupaba el vuelo del uniforme al bajar sino que el tiro bajo de la época no pusiera en evidencia mis bombachas coloridas al agacharme.
El timbre que más disfrutaba era el que me dejaba en Mitre y Córdoba dónde empezaba el autoboicot con preguntas como 'a dónde me escapo si no me gusta?', 'cómo le hago saber que no transo en la primer cita?' y el temido 'qué hago si me secuestra y mi mamá se entera de que en realidad no me tomé el 112 para ir a lo de Nadine?'.









sábado, 14 de septiembre de 2013

Lo fatal y lo fetal.

Me levanté tan bien que sentí que tenía que batir alguna para equilibrar el optimismo. Así es como me surgió esta idea de vicenticar obras. Si, eso mismo que hace Vicentico cagando canciones quise hacer hoy con grandes poemas. 
Leo poca poesía, de resentida más que nada, porque yo no sé escribir poemas entonces digo que no me gusta. Pero la verdad es que algunos me gustan y, a modo de ejercitación, elegí mi poema favorito y lo reversioné (=cagué) para ver qué onda esto de escribir en verso.
Les comparto primero el original para que se deleiten y después mi versión, para que se rían.




LO FATAL
Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror...
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida, por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
¡y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!...
(Este es Rubén) 


LO FETAL

Desgraciados los robots que no disfrutan la placenta, 
y más aún los adultos porque éstos ya no sienten,
pues no hay garrón más grande que no tener título ni paper,
ni mayor pesadumbre que ser hipster sin lentes.
'Ser' para no engordar y 'Knorr' sin sabor verdadero,
y el temor de haber sido cornudo y ser un futuro infiel...
y el espanto de no salir un finde,
y sufrir por el 'visto' sin respuesta.
A los que no conocemos e igualmente queremos impresionar,
y las ondas rusas que tientan con sus resultados,
y la tumba que aguarda con sus lucecitas led,

¡y no saber adónde vamos,

pero recordar que de un feto venimos!...

(Esta fui yo, perdón Rubén!)



viernes, 13 de septiembre de 2013

Culpa y SPM (síndrome pre-menstrual)

Cuando se está al pedo se piensa demasiado. Y demasiado nunca es bueno. Pienso en pelotudeces asegurándome de no pensar en cosas que realmente merecen mi atención, como para no ponerme la gorra contra mi misma en mi tarde libre.
La ansiedad es fuerte y mi resistencia a limpiar pese al desastre que hay en mi casa me hace sentir un poco culpable. Empiezo a pensar en la culpa y sus diferentes categorías.
De pronto, me invento y auto-dedico una nueva culpa que decido llamar 'sentite culpable por no sentir culpa, forra'. El forra del final es crucial, fija e intensifica la magnitud del agravio.
Pienso y me esfuerzo en recordar cuando fue la última vez que lloré y la culpa aumenta aún más. Pienso en la gente que no tiene para comer, me diseño un inventario de todas las cosas riquísimas que estuve comiendo y autorizo el advenimiento de mis nuevos rollos que, para el momento, parecen encaminarse a una merecida obesidad.
Me recrimino no agradecer al universo o algún Dios copado el hecho de estar viva como debiera hacer a diario en el zafu que, de buena fe, me prestó mi psicólogo trascendental para meditar más cómoda y que está ahora juntando polvo en mi placard. Pienso también en el próximo renglón pero al revisar este último me siento careta por haber usado el término trascendental, por más que Iván lo merezca, porque quizás nunca haya trascendido y porque puede que lo que creí 'ver' meditando hayan sido vocecitas internas que me agarraban para la joda. Me reprocho, también, la posibilidad de haber chamuyado a mi propio psicólogo.
Sigo recapacitando y me doy cuenta de que la mitad de las cosas que vengo pensando son, en verdad, propias del discurso de mi vieja y entonces me acuerdo de Jodorowsky y la apropiación del discurso materno-paterno y sumo a mi ranking de culpas el no haber matado a ninguno de mis padres. Con esto lloro el doble y con lágrimas más saladas.
Pienso, por último y entre mocos, en el síndrome de Sjöbren y en la gente que no puede llorar y me siento más mierda aún. Investigo más sobre la enfermedad y me entero de que, además de no poder llorar, esta gente no puede salivar ni lubricarse. Osea, no se les hace agüita la boca ni pueden coger sin la ayuda de liquiditos por lo que se pierden de dos de las tres fuentes 'C' de placer: cagar- comer- coger.
De la nada, un timbrazo me interrumpe la tarde culpógena. Raro. La gente que me visita suele consultarme antes. Trago saliva (aún pensando en los enfermos de Sjöbren) y atiendo el portero. Un señor de acento extraño me ofrece escobas. Me enternezco y salgo a la puerta con mis lentes puestos para taparme la cara de llanto.
Me muestra las escobas y escobillones que vende y que, seguramente, viene cargando hace kilómetros en su espalda. La culpa vuelve a invadirme y me obliga a comprarle una.
'Me gusta ésta, cuánto está?', le pregunto fingiendo interés sólo para hacerlo sentir bien.
'Esa está $40, nena'. Sin dudarlo y sintiendo compasión por su cara de cansancio y el estado de su calzado, le compro la escoba.
Vuelvo a entrar a casa y dejando, de a poco, enfriar mi sentimiento de culpa, me doy cuenta de que fui culiada por un vendedor que me encajó una escoba de mierda a $40.
La bronca rápidamente se vuelve alegría. Con todo lo que lloré y con lo que gasté por ayudar a un estafador ambulante tiro para largo rato más sin culpa por no sentir culpa.

Las hormonas no me dejan medir con claridad la llorabilidad de las situaciones, pero según cómo las administre, me pueden ayudar a sentirme menos mierda.