viernes, 27 de diciembre de 2013

Prendé el aire que te abrazo

Con temperaturas como las que venimos aguantando, de abrazarse ni se habla. Ni siquiera nos besamos en el saludo, hasta las mujeres nos damos la mano para evitar el traspaso de sudor de cachete a cachete. Y no me quejo, está muy bien. No estoy con ganas de hacer un cóctel de sudores en mis mejillas.
Pero la gente de Echesortu, que por suerte venimos zafando de los cortes de luz, agua, piernas, felicidad, nos tiramos abajo del aire acondicionado -siempre en 24 por respeto al prójimo- y nos ponemos a pensar. Me quedé dormida y la quietud hizo que me diera frío. Increíble, luego de tantos días ver piel de gallina, era como regresar de un mes de vacaciones y volver a usar el auto. Uno se extraña, se siente ajeno a lo propio, es rarísimo. Feliz con mi piel de gallina me dije 'Qué ganas de que haga frío para cucharear y mirar peliculas'. Y me sobrevinieron unas ganas de abrazar rarísimas en mi. 'Claro, es la cuadratura de planetas opuestos que me pronosticó mi signo, estoy en cualquiera'. Tenía que ser eso. Hay personas que naturalmente deseo apretujar apenas las veo pero esto de andar con ganas de abrazar por la vida es preocupante. Por suerte tengo una de esas almohadas chorizo para cama de dos plazas así que la abracé con brazos y piernas a lo koala y me quedé pensando un rato más. Ahí me di cuenta que ya me había desenojado con un amigo  pero él todavía no se podía enterar por eso seguí prendida a la almohada.
En el cumple de un amigo, el cumpleañero hizo un ranking de gente abrazable presente en el festejo. Le prometí que le sacaría fotos con cada uno de ellos, cosa que no sucedió, pero reparé en los abrazos que repartió y noté una cosa que es común en los hombres en general. Si bien él es cariñoso y le dice 'te quiero' a sus amigos, cada vez que se abrazan, el gesto no dura más de seis segundos y se remata con unas dos o tres palmaditas ruidosas en la espalda. 'Ahí cagaste el amor', pensé. Las palmaditas finales son una suerte de 'bueno tampoco la pavada', un equilibrio, una gotita de limón que corta. Como el despechado que aún odiando declara su amor con un 'te amo pelotuda'. Es tierno también. Me recuerda a cuando mi mamá se quejaba de que su último novio la abrazaba en público y a ella le daba pudor lo que pensaran los vecinos. 'Sos una ridícula, ojalá te hagan un pasacalle con nombre y apellido', le desée. Yo tenía un amigo muy cariñoso que me abrazaba muy seguido y si bien no me molestaba porque siempre olía rico, él era tan chiquito que yo sentía que lo atravesaba y que mis tetas le salían por la espalda, entonces me ponía incómoda. Él, creyendo que yo era dura y fría me obligaba a repetirlo. 'Abrazame bien, amiga'. Yo no sabía cómo entrar las tetas o pedirle a los pezones que miraran para el costado, porque encima los forros cuando estás incómoda se erectan, como los pitos. Suerte que ya casi no lo veo.
Hace poco, leí una nota sobre esos estudios ridículos que hacen en las grandes universidades que se ve que están muy al pedo porque investigan cosas súper divertidas de leer pero como que hay cánceres y cosas más serias que analizar, creo. Decía que el abrazo que supera los treinta segundos es el más beneficioso porque libera unas hormonas copadas como oxitocina y no sé cual otra que te hacen más feliz. Lo cuento en criollo porque no recuerdo la data precisa pero si el tiempo: 30 segundos.

Claro, con razón andamos tan estresados por la vida. Treinta segundos es una eternidad. Lo acabo de comprobar cronometrando un abrazo a mi almohada. Nadie los da tan largos, menos con este calor y menos aún sin las tres palmaditas 'tampoco la pavada', para regular la dosis de amor y por si algún homofóbico se piensa que sos puto.


lunes, 16 de diciembre de 2013

La amiga porno

Existe algo mucho peor que caerle mal alguien que nos agrada y es caerle bien a la gente que no bancamos. En primer lugar, caerle  mal a quien nos interesa es penoso porque además de signifcar el fracaso de nuestro encanto, nadie quiere a quien lo considera un salame y, por lógica, se debe empezar a a odiar a esa persona o, cuanto menos, dejar de mostrarle interés. Odiar es un viaje, mejor ignorar; al menos públicamente. Para indagar secretamente en sus vidas, existen las redes.
Caerle bien a los que nos caen mal, por otro lado, es mucho peor. Sobre todo si se tiene poca crueldad o se le da gran importancia a los sentimientos del otro. Es doblemente perverso, la sinceridad y la culpa se disputan la resolución final que será, al menos, complicada si una fuerte crianza católica trastocó nuestra conciencia.
Cuando se trata del sexo opuesto, la cuestión es más sencilla. Hay frases como 'no me llames, yo te llamo' que nos ahorran la explicación: a buen entendedor, pocas palabras. A menos que se trate de un espécimen que no haya superado la fase de negación en la que deliran absurdas excusas de por qué no fueron llamados: 'capaz se quedó sin crédito', 'a lo mejor perdió mi numero', 'mirá si le hackearon el facebook y olvidó mi nombre'. Ellos no aceptan el no.
Con los del mismo género es más jodido, sobre todo si se es mujer. Las minas podemos alcanzar un nivel de cinismo que puede conducirnos a la locura sin retorno, en especial aquellas cuyo dominio del sarcasmo no conoce de límite moral. Porque claro, yo soy irónica y un poco ácida pero tengo mis límites. Mi superyo puede volverme una Heidi en cuestión de segundos haciéndome pedir disculpas a un otro que quizás ni las merezca. Todavía lucho contra eso.
Aún así, he pasado por situaciones en la que la sinceridad se encargó de alejarme de mucha gente. Antes me agradaba decir que tengo más amigos hombres que mujeres pero ya no. Es más, quiero tener amigas nenas, ya pasó eso de ser un pibe más en el mar de huevos. Porque además si uno tiene sólo amigos hombres es evidente que hay algo en una que también nos vuelve una jodida misógina que no interactúa con las de su género. Y hacer amigas sí que es difícil. Las mujeres son cerradas y sus círculos de amistades suelen ser más herméticos que los Tupperware de mi mamá. Si sos muy sincera podés pecar de soreta o de torta por decirle linda a alguien que crees lo merece. Si intentás involucrarte, también, '¿Qué quiere esta piba? ¿No tiene amigas? ¿Por qué me habla?'. Por suerte aún conservo mi pequeño escuadrón de la primaria.
De más grande conocí e hice amigas en otros ámbitos, con poco esfuerzo debo admitir. Mi variada experiencia laboral varias veces propició el encuentro, sobre todo en Teletech, que es como una mini  -o maxi- ciudad. La recuerdo a ella, sobre todo; no diré su nombre pero la llamaré Rubia. La Rubia era el bombón del lugar, tan 'ingenua' como sensual. Hizo estragos durante el tiempo que estuvo y se mostró siempre avasalladora y competitiva. Tenía los mejores puntajes – si, en el call center todo es por puntos y en ranking- y las mejores medidas. De un día para el otro, no sé cómo realmente, nos hicimos amigas. Me di cuenta de esto el día en que me encontré en su casa con ella semi en bolas frente a mí mostrándome los centímetros de cintura que deseaba no tener y su cajón de ropa interior importada. Creí que el castigo por tantos años de revista Cosmo finalmente había llegado, en un esbelto envase y hueco discurso. Ultra Cosmo. Pero ella era divina conmigo, al menos al principio. Era demasiado cariñosa, lo cual me asustaba un poco porque no abrazo tan seguido porque si y mucho menos me mando mensajes melosos con amigas. 'Guau, pegué una de esas amigas que te dicen te amo todo el tiempo', pensé. Sin saber que esto iría aún más lejos.
Salíamos juntas todos los findes en un grupito de cuatro o cinco. Ella maltrataba y mandoneaba a todas excepto a mi. Ven, me quería posta, no daba para forrearla. Una noche decidí no salir y me mandó un mensajito que recuerdo al día de hoy. 'Hoy no vamos a dormir juntitas y no voy a tener quien me caliente la camita'. Quiero explicar antes que nada, cuando ella se quedaba en casa y hacía mucho frío, calentábamos las sábanas con el secador de pelo. A eso se refiere, nada más. Pero aún así, suena raro. 'No puede ser torta, está muy buena y tiene mucho levante. Pará, será bi?, no lograba salir de mi confusión. Le respondí una pelotudez para zafar la incomodidad y todo siguió como si nada. Desde entonces los mensajtos cariño-dudosos aumentaron y con ellos su maltrato al resto del grupo que para entonces eran sus soldaditos. Yo me sentía en una peli yankee de chicas malas y populares, era la consentida. Pero a la vez me asfixiaba cada vez más, llegando incluso a hacerme escenas si rechazaba una propuesta. Pocas cosas me alejan de una persona como la persecusión constante y no sé cómo pero por suerte lo notó y comenzó a alejarse.
Hizo cosas por mí que nadie había hecho antes. Bastaba con decirle que alguien me molestaba para que ella estuviese ahí, cual capitana del equipo de porristas, para defenderme comiéndose al novio de la acechada o vengándonse de alguna manera. Nunca me sentí tan yankee.
Me dio pena perderla pero sus escenas raras me daban 'cosa' y no estaba acostumbrada a dormir en pseudo-cucharita con amigas nuevas.
En la facultad, algo similar volvió a sucederme . Conocí una chica, igual de porno, que, como si viviera en un orgasmo permanente, hablaba y gestualizaba como puta ingenua. Era de esas teens que constantemente provocan a la platea masculina al mismo tiempo que se quejan de no ser tomadas en serio. 'Me dijo de ir a su casa de noche que no había nadie y fui, no pensé que me iba a querer coger', así solían empezar nuestras charlas de pasillo en las que se lamentaba de que el mundo quisiera cogerla cuando ella sólo buscaba ser querida. 'Bueno, te quiere... dar', le decía yo burlándome, 'No deja de ser una forma de querer'. Y de inmediato me hacía trompita y me peleaba de mentirita. Eso también me asustaba. Pegame o insultame pero no me hagas trompita, yo no te quiero coger ni me parecés tierna.
A lo mejor la jodida soy yo. Siempre quejándome de que no tengo amigas nenas y cuando la vida me las cruza en el camino yo las espanto con vómitos de sinceridad. Mi entorno me volvió exigente con el resto de la gente y acá estoy, sin amigas nuevas mientras ellas reparten su tiempo entre trabajo, novio y quehaceres del hogar. De ahora en más las escenas porno de celos las voy a hacer yo, al menos para que me peguen por pelotuda.


miércoles, 11 de diciembre de 2013

El día del juicio final: cuando extracción es sinónimo de carnicería

La lista de indicaciones pre-quirúrgicas era interminable, en ella había dos marcadas en negrita: la colocación de dos inyectables y los dos gramos de Amoxicilina una hora antes de la intervención.
Me levanté más temprano de lo habitual y desde entonces empecé a recibir mensajitos deseándome suerte. No quería pero ya sentía miedo. Para relajarme escuché música motivadora y me preparé para ir a desayunar a algún barcito, algo que amo hacer y que hoy aprovecharía más que nunca por los días a puré que se venían.
Fui a 'Bao Babs', el bar que frecuenta mamá donde está el mozo que me regaló el exprimido y cree que soy interesante porque escribo. El chico no estaba pero había otro que también es muy simpático y tiene un tatuaje muy lindo. Le pedí el desayuno de siempre y le pedí un vaso de agua extralarge para las pastillotas de Optamox Duo. Le conté lo que me esperaba y con un "Uh, qué garrón" de por medio me deseó suerte. Volví a sentir miedo.
Mamá pasó a buscarme por el bar para acompañarme a la primer fase del juicio: los inyectables.
"Quién los coloca, es esa chica? Es buena? Mirá que son dos y quiero uno en cada cachete" le dije a la farmacéutica que con una sonrisa me dijo que no me preocupara, que no dolían. Pero bastó con que los pusiera sobre el mostrador para leer  'Decadrón' en la cajita justamente más grande. Qué palabra horrible, de inmediato me recordó mis reiterados episodios de bronquitis y ataques de asma infantiles que siempre terminaban con uno de ellos inyectado e inmortalizado con un hermoso moretón en mi colita.
Machista y sin disimulo, sonreí al ver que un peladito de chupines preguntó quién seguía para inyectables. Entré contenta. Como a todos los que me crucé en la semana, quizás quincena, le conté de mis muelas. "Ni te preocupes que con todo esto que vas a tener encima es imposible que sientas algo", me dijo. Por fin alguien me daba confianza. "Ooouch", me quejé. "Y si, este es el decadrón, arde un poquito, pero ahora a este otro ni lo vas a sentir". Dicho y hecho, pero fui una ilusa al pensar que me iría caminando como si nada. Como pude, seguí el apresurado paso de mi madre hasta un taxi y me senté como quien esquiva un vómito en el asiento, por lo duro que tenía el culo, con la pelvis apuntando a  mi vieja.
Una vez en el consultorio, me anuncié y la recepcionista, siempre rubia, me hizo firmar un papel, 'una cuestión formal', me dijo. El papel  básicamente decía que si moría ni el consultorio ni el doctor eran responsables de nada. "Una lavada de manos", pensé por dentro. Hice una firma horrible, como si ello me sirviera de algo más que para mostrar una bronca infantil que nadie captaría.
Apenas me senté el doctor me llamó por mi apellido. Miré a mi mamá por última vez y entré, ya débil e idiotizada por los dos gramos de droga y los inyectables en el traste.
"Bueno, con vos habíamos quedado en sacar las tres muelitas, no? Ponete cómoda que empezamos a aplicar anestesia y mientras te toma hacemos unas plaquitas", me dijo Muñoz sin darme tiempo a decir nada.
Lo vi acercarse con esa jeringa horrible y cromada de dentista y lo frené para preguntarle "No, para, ¿vos no tenés esa pastita que se pone en la encía para no sentir el pinchazo? Mi odontólogo anterior lo tenía", le dije sin filtro alguno y comenzando a odiarlo. Me miró con un gesto burlón y me dijo "Vos con todos esos tatuajes me vas a decir que no te bancás unos pinchazos?" El odio ya era un hecho y se lo hice saber: "No me estás cayendo bien". Fueron seis en total, dos por cada muela a extraer. Sigo sin entender qué necesidad hubo de enterrar toda la aguja y moverla tanto al retirarla. Si una buena cirugía era indolora, ésta ya empezaba mal.
Lo siguiente fueron las placas. Para ese entonces yo sentía que mi boca superaba en botox a todas las vedettes argentinas y mi corazón latía más fuerte que la vez que me tomé cuatro Speeds para no dormirme en la ruta. Le pregunté si era normal, en un tono tranquilo pero por dentro rogando que mi madre irrumpiera en la sala y le pegara. Pero él, muy canchero y relajado, me dijo que si, "súper normal" poniendo Phil Collins de fondo y anunciando la llegada de la asistente.
"Hola, qué tal? Yo soy la asistente del doctor y voy a estar de este lado ayudándolo". Lo que en verdad quería decir: "Hola, yo soy la forra que te va a sostener este lado del cachete con un gancho tipo gato de auto para que nunca cierres la boca y te voy a absorber la saliva con esta mini aspiradora del costado que menos saliva tengas así te ahogás".
Hacían tantos chistecitos malos entre ellos para relajarme que yo sospechaba que armaban guiones para cada intervención o que la naturalidad y despreocupación que mostraban  era proporcional a la gravedad del caso.
"Si llegás a sentir dolor, cosa que no creo por toda la anestesia, vos me levantás la mano pero nunca te muevas o te puedo hacer mal, ¿estamos?". Asentí con la cabeza mientras sentía como el fruncimiento de mi culo elevaba mi cadera a la altura de mis tetas como si levitara, pero en tensión. "Relajate Marianela, estás muy tensa", el forro lo notó. Me solté y desplomé en el asiento ultra moderno como globo que se desinfla.
Barrió la encía un rato y excarvó la primera muela, siempre preguntándome si dolía, hasta largar el primer anuncio del terror: "Bueno, vas a sentir un crack, un chasquido, no te asustes, la vamos a sacar en pedacitos porque está encariñada, se quiere quedar con vos". La asistente se rió como restándole importancia mientras yo le deseaba una buena vaginitis que no la dejara coger por meses. Una horrible maquinita me trituraba las paredes de la muela hasta que una pala y tres chasquidos más tarde, llegó el hilo. La primer extracción ya era un hecho.
Seguimos con la del lado derecho. Volvió a excarvar y decidí de inmediato cerrar las ojos al ver que lo que entraba en mi boca era un bisturí, filoso y aún con restos de sangre de la extracción anterior. Ya sabía que me iban a cortar pero ver un cuchillo entrar en uno no es cosa agradable. Desde entonces no volví a abrir los ojos.
La asistente, de la nada, largó el peor comentario que pudo haber hecho en la jornada: "Che, esta nos está costando más que la paciente de hoy de los molares súper retenidos, puede ser, doctor?" Dupliqué el lapso e intensidad de la vaginitis que le había deseado hacía instantes. Muñoz, supongo queriendo arreglarla, dijo que "Esta asistente es una exagerada, sabías que ella viene a sacarse una muela por semana? Claro, la muy viva en vez de fumarse uno prefiere sentir la anestesia, es te-rri-ble". Pocos chistes malos y desubicados superaban a los de esta dupla. Ni siquiera abrí los ojos para avisarles que lo había escuchado.
La segunda fase de la cirugía se completó luego de otra destrucción. Mis dientes eran el asfalto que rompía una excavadora conducida por un obrero bien en pedo. Mis glúteos ya no daban más de tanta tensión y de a ratos tenía que aflojar mis gemelos para no acalambrarme. "Necesito comer más banana", pensé por dentro. Ni aún agonizando dejo de pensar en comida.
Finalmente llegó la tercer muela, la de arriba, esa que me tuvo de hija todo el mes. Rogué que ésta saliera entera, pero tampoco tuvo suerte.
"Vas a sentir que te empujo todos los dientes hacia adelante, vos oponé resistencia porque sino no sale", me avisó . Creí que exageraba pero de no haberme tirado con todo el cuerpo hacia el lado de la graciosa asistente, me hubiera caído del asiento. La muela se quebró en dos partes, casi igual que mi cara. Sentí por tercera vez el hilito acariciándome el labio superior, el único que sentía algo y así me enteré de que habíamos llegado al final.
"Terminamos", me dijo como quien termina de asistir un parto. Me hizo unas últimas placas y luego de pasarme un papel por mi mentón que terminó empapado en sangre, comenzó con los 'no' post-operatorios que también me alistó por escrito.
Yo sentía que la boca me colgaba por las tetas. Me toqué la pera sosteniéndola para asegurarme de que siguiera allí. Me dijo que la verdadera hinchazón se vería en las próximas cuarenta y ocho horas y que iba a estar molesta por lo que me volvió a recetar otro decadrón. 'Molestia' en odontología significa morir de dolor. La lengua casi me tocaba el paladar y apenas si podía hablar y tragar así que como pude me despedí de él.
Abrí la puerta y ahí estaba ella, sentada y fingiendo estar despierta en la sala de espera una hora y media más tarde. Su cara lo dijo todo, no tuve más que disentir con la cabeza para contarle lo terrible que había sido.
Fuimos de inmediato a comprar los calmantes y nos tomamos un taxi hasta su casa donde pensaba quedarme unos días. Nada mejor que el cuidado materno cuando se sufren los dolores más indisimulables.
"Ez ud cadnicero", le dije como pude en el taxi, resumiendo la operación e iniciando el relato de la anécdota con el taxista.







martes, 3 de diciembre de 2013

Mesa para tres personas y un oso, por favor

'Cambiá  la nena que vamos a comer', gritaba mi papá y mi mamá corría a vestirme interrumpiendo la coreo o cuentito que estuviera inventando. No porque le llevara mucho tiempo decidir qué ponerme sino porque tenía una obsesión con hacerme trencitas y tardaba en trazar esa raya al medio rectilinea que me atravesaba el cráneo.
Al menos un día del fin de semana, con mis viejos se salía a comer afuera. No importaba si habían discutido minutos antes o si yo inventaba exámenes al día siguiente para no ir y quedarme estudiando, el plan se concretaba siempre.
Mi mamá me vestía con alguno de los vestiditos floreados que saturaban mi placard y me ponía los zapatitos o guillerminas con medias de boladitos blancas; 'las que tienen pollerita', decía yo.
La elección del lugar dependía del día y del nivel de impaciencia de mi padre para esperar una mesa. Los viernes comíamos pizza o comida rápida y los sábados pasta o asado, pero por lo general disputábamos entre 'Mengano' o 'La Huella'. A mi me daba igual, me comía todo donde fuera que me llevaran. 'Es de buen comer', decían en mi familia. Lo cierto es que de chiquita, cuando mi mamá se iba a trabajar, yo visitaba a Mario, el vecino de la fábrica de al lado y le decía que no me habían dado de comer. Mi actuación era tan brillante que, al tiempo, el vecino citó a mi mamá para preguntarle si necesitaba plata o prefería que él me diera de comer porque 'no podés dejar la nena sin almorzar, Cristina'. Por supuesto que le explicó que era una farsante y que le decía eso para comer dos veces porque era una gorda. Mario le creyó y hasta le causó gracia mi gula así que volví a la aburrida rutina de un almuerzo por día.
Cuando salíamos los tres, las cenas eran súper aburridas. Mis papás hablaban sobre cosas de viejos o muy difíciles de seguir por lo que un día comencé a llevar a mis hijos. Los iba turnando para que todos conocieran la ciudad pero lo cierto es que los elegía según el lugar al que decidíamos ir y por cómo se venían portando: Luli y Fidel eran los más afortunados. Luli era una muñeca de trapo bastante vieja que sobrevivía al calvario del lavarropas al que la obsesiva de mi mamá la sometía y Fidel era un oso blanco muy simpático y popular entre sus compañeros de curso que, por su albinismo, también cumplía la condena del lavado.
Como toda madre, siempre busqué el bienestar de mis hijos, sólo que pocos podían apreciarlo. Mi mamá me entendió desde la primera vez, mi papá creyó que ambas éramos unas ridículas y le sonreía al mozo como certificando nuestra locura. A mí, poco me importaba; jamás sentí pudor en reclamar una silla de bebé para ellos. Para que podamos comer tranquilas y cuidar a nuestros pequeños, un ingenioso creó esta maravilla, ¿por qué no utilizarla?.
Algunos me respondían creyéndome cachorra o bebé recién nacida, como si exagerando los agudos y pronunciando mal a propósito me fuesen a caer mejor. Otros mozos, mucho más educados, consentían mi pedido en su timbre natural de voz y si había, también me daban un almohadón.
A ellos les resultaba tan tierno que, a veces, quedaban perplejos y tardaban en reaccionar.
'¡Ustedes están locas, cómo van a pedir una silla para el peluche de la piba?!', se quejaba mi papá. Para él, lo 'normal' era pedir una silla para sentar las carteras o 'papeles importantes' al lado. Pero ni los bolsos comen ni los archivos hablan, están ahí al lado sin siquiera vernos comer. No podemos dotarlos de vida, tomarlos de la mano para cruzar la calle ni hacer naricita con ellos. Mucho menos ponerles nombre o meterlos en el asiento del changuito del super. Sin embargo, nadie mira mal a quienes piden lugar para sus cosas o las personifican para, quizás, sentirse menos solos.
La ceguera de la adultez nos hace ver como delirantes a quienes hablan con muñecos y cuerdos a los que caminan y entran a un kiosko a comprar cigarrillos sin dejar de hablar por celular con manos libres. Es evidente que nos faltó jugar.