miércoles, 19 de septiembre de 2012

Vellos que nada tienen de bellos: el primer y prematuro contacto con la depilación


Existe, acaso, una comparación más odiosa para hacerle a una nena traumada con sus pelos que decirle que se parece a Milagros, la peluda de Chiquititas? Definitivamente no.
Sé que hoy en día es una mujer muy bonita pero déjenme acercarles una imagen de ella cuando niña, asi entienden mi punto:


Esa misma es Agustinita Cherri cuando trabajaba en mi novela infantil preferida. La única novela que me hizo pensar en matar a mis padres para volverme huérfana y vivir en un hogar de huérfanos como era el dichoso y millonario Rincón de Luz. Allí, todos los niños eran felices. Podías bajar escaleras por toboganes,  escribir un fantástico libro de la vida contando tus penas y sueños y jugar a la guerra de almohadas y hacer que las plumas del relleno volaran a tu alrededor sin estornudar ni una vez.
 Las chufas tenían una vida perfecta. Yo no. Yo me conformaba con mirar y envidiar esa vida de ensueño en mi aburrida casa con mis dos papás vivos al pedo porque nunca se prendían a contarme un cuento ni empezaban a bailar de la nada siguiendo una coreo cantada y bailada en perfecta sincronización. Que porquería de padres tuve.
Volviendo a Agustina y a nuestro supuesto parecido físico, pasaré a explicarles el porqué de mi odio por tal odiosa comparación.
Para ello es necesario remontarnos un poco en el tiempo. Unos 24 años atrás, específicamente, cuando Cristina decidía expulsar el resultado de su descuido o traición del profiláctico de la época por su entrepierna. Si, quien les escribe.
Mamá , siempre que puede, cuenta esta anécdota en cualquier reunión, ya sea familiar o con  des o recién conocidos, como si fuese algo que la enorgulleciera (nunca entendí lo que ella considera un ‘orgullo’)
Según cuenta la anécdota, mis hermanos quedaron más que conmovidos por mi nacimiento. Pero la conmoción no se debía a mi sorpresivo arribo al mundo sino a cómo podía, una criatura recién nacida, ser tan fea. No lograban delimitar la frontera que dividía mi pelo del resto de mi cara: frente y cejas. La ‘pelusita’, según mi madre, abarcaba toda la frente y casi que se unía directamente a mis pequeñas cejas que, apenas podían distinguirse por ser un poco más oscuritas que el resto de la pelusa facial.
Pesaba tres kilos y chirola. La chirola era de pelo.
Gracias al paulatino acomodamiento hormonal del pasar de los años, la pelusa se redujo ampliamente. Pero el calificativo de ‘peluda’ seguía vivo en mí y no dejaba de atormentarme. Era como una anorexia vellosa. Ya no eran tan peluda (había peores casos en mi curso) pero, aún así, creía ver un oso cuando me enfrentaba al espejo.
Fueron tiempos muy duros y los niños son crueles. La burla y la imposición de la estética estaban ya a la orden del día y las chicas rudas se encargaban de hacértelo saber.
Lo recuerdo como si fuera ayer. Era verano y las piernas de Maira resaltaban por su suavidad.
-“Te afeitasta las piernas?!” Le pregunté  ingenuamente.
-“Obvio, nena, mirá si vas a seguir andando con las piernas peludas!” me respondió.
Inmediatamente supe que el momento había llegado. Maira, sin duda, iba a transar y conseguir novio antes que todas nosotras con esas piernas lisas. Esa noche llegué a casa y fui directamente al baño.
Mi madre nunca me había visto tan ansiosa por bañarme. Le robé una Gillete a mi papá y, ansiosa, entré a la bañera decidida a  ponerle fin a ese peludo período de mi vida.
Dudo haberme sentido tan sexy y a la vanguardia como ese día. Intuía que la vida sería distinta de ahí en adelante, que ya era grande, que los chicos iban a gustar de mí porque, a diferencia del resto (y a excepción de Maira) yo ya no era una nenita con pelos en las piernas. Ya era adolescente.
La depilación marcó un antes y un después en mi vida. Y las piernas fueron sólo el comienzo.
 Le había agarrado el gustito a la piel lisita y depilada por lo que pensé en seguir con mis anchas cejas.
Por supuesto que la maquinita de afeitar no me servía para tan ceñido área por lo que opté por hacerlo más rústicamente: con la tijerita para cortar uñas y mi aliada, la pincita.
Veinte tijeretazos más tarde, mis cejas  dejaron de ser las de Bertuccelli para volverse las de Pamela Anderson, de no más de un centímetro de ancho. Un horror.

Y como si esto no fuera suficiente, tuve que bancarme una cagada a pedos de mi mamá que me acusó de ‘quemar etapas’; lo que, para ella, significa algo así como vivir aceleradamente o pisotear la niñez, como si ser fea y peluda fuese algo propio de esa edad. No sé, nunca terminé de entenderla. De a ratos, pensaba que la depilación era el primer paso a volverme puta y que, por eso, las actrices pornos se depilaban tanto y mi mamá estaba tan atemorizada.
Por suerte, o como mecanismo de defensa de mi inconsciente, no recuerdo exactamente la reacción de mis compañeritas, al  día siguiente, ante mis liliputienses cejas de actriz porno. Lo que sí recuerdo, es que, después de esa poda indiscriminada y alteración total de mi expresión facial, (las cejas dicen mucho) logré que mi madre accediera a llevarme a Osiris, donde profesionales en el tema podían hacer el trabajo prolijamente.
Uno nunca sabe cómo puede reaccionar un niño ante la burla de los demás. Yo no tuve problema en achurarme los pelos, pero tranquilamente pude haberme vuelto una psicópata y haber matado a tijeretazos a varios como venganza. Menos mal que no lo hice, es muy yankee y  mainstream reaccionar así hoy en día, no les parece?


jueves, 6 de septiembre de 2012

La coordinación en las posiciones amorosas

En la era de la voluptuosidad, en la que el tamaño si importa, los fabricantes de colchones se pusieron al día lanzando al mercado el famoso ‘king size’, ideal para parejas que no quieren tocarse ni con un palo o para fiesteros que prefieren las orgías.
No sé qué pensaran ustedes pero, para mí, el inventor del king size no tenía una buena vida amorosa o no contaba con suficiente espacio en el colchón para sus compañer@s orgiásticos y por eso decidió crearlo.
De algún modo u otro, dudo que el tipo haya sido un romántico. Por qué digo esto? Porque la comodidad jamás fue compatible con el amor. O van a negarme, acaso, que cuando sobra piel también sobra espacio? No lo creo.
Prueba de ello, son las contracciones musculares. Dudo que haya dolor de espalda más lindo que el que nos produce dormir entrelazados o en posiciones que, vistas desde arriba, parecen un laberinto de piel en el que no se entienden donde empiezan los brazos o las piernas.
Es cierto que las trenzas de piel al dormir no duran para siempre sino que, al igual que el período de enamoramiento, suelen disolverse paulatinamente y el amor, entonces, se hace presente en otros gestos. Es entonces cuando aquellas cosas naturales, como los eructos, dejan ser tiernas y se vuelven asquerosas y, dado el caso, también juegan como motivo de pelea.
Por suerte mi situación es una excepción a la regla. Mi novio y yo solemos ser empalagosamente tiernos, según los demás, y pese a los años, nos seguimos abrazando como si de noche alguien nos viniera a separar. Claro que esto no dura toda la noche pero, a menos que una esgrima verbal preceda el momento de irnos a dormir, así  esperamos que el sueño pase a buscarnos.
Una vez dormidos, él me deja por la almohada y la abraza fuertemente usando mi cadera de apoya pierna y, en  ocasiones,  también me roba la mía y me saca ‘accidentalmente’ la sabana con esa famosa técnica que consiste en envolverse con ella cual panqueque y, luego, girar hacia el lado contrario. Todo un experto.
 Pero no lo culpo. El se banca mis ronquidos y me sigue diciendo que soy hermosa después de verme durmiendo. Eso es amor.
Ahora bien, haciendo a un lado la distribución del colchón y la tenencia de las almohadas, hay algo que si me cuesta tolerar y es la descoordinación respiratoria. Me resulta complicado engancharle el ritmo. Trato de inhalar y exhalar al mismo tiempo que él pero mis inhalaciones son más largas que las suyas. Estadísticamente, una inhalación mía completa equivale a dos suyas.
Otra cosa que me juega en contra es que él ni se entera de mi esfuerzo por adaptarme a su respiración. No es porque tenga mal aliento, todo lo contrario, por suerte. Pero respirar el aire calentito y usado que otro tira para afuera me parece totalmente desagradable. Y acá no hay amor que me haga pensar lo contrario. Si, lo quiero, pero no por ello quiero respirar su dióxido de carbono.
Afortunadamente existe la cucharita. Y ahí si, hablémonos al oído y abracémonos fuerte total cada uno larga su dióxido para diferentes laterales.
Algo parecido sucede con caminar abrazados. Por suerte, no es lo mío pero siempre pensé que las parejas que pueden caminar abrazados conocen perfectamente sus ritmos o, eligieron  la altura del otro antes de enamorarse.
La mejor manera es, sin duda, acordando, al mejor estilo ejército, con qué pierna se da el primer paso y, de ahí en adelante, prestando atención a los escalones y evitando calles como las del microcentro que son horriblemente angostas y detestan la tortolería caminante.
Ponerse de acuerdo. En eso está la clave. 

Dedicado a la famosa pareja de mi comisión de la facultad que, no importa cuántos apuntes tomen  o qué tanto los miremos, se toman de la mano por debajo del pupitre y no se sueltan hasta el recreo.