martes, 27 de enero de 2015

27 o Volverse una chica volado

La semana pasada cumplí años, veintisiete. Pasaron doce años de mis quince, dieciocho de mi primera comunión, mi hermano tiene treinta y ocho, mi hermana cuarenta y tres. Repasar el paso de tiempo enumerando acontecimientos cachetea la realidad, encuadra los fracasos e intensifica el violáceo de las várices.
Mi madre, que insiste en sacar una princesa de mí, me regaló un perfume riquísimo de los caros, en respuesta a los litros que le robé y, antes de ayer, ratificó su reputación de buena madre con tres vestidos, dos de seda fría y uno de modal. Todos con volados.
Recuerdo que, cuando pequeña, mi mamá decidía y compraba la ropa por mí, como a toda niña. Lo curioso es que, en mi caso, el régimen absolutista materno se extendió hasta la pubertad, período en el que, al menos, pude alzar mi voz: No me gusta, tiene florcitas. Gracias pero no me lo voy a poner. Es muy de hippie.
Poco a poco, Madre fue aprendiendo a elegir un poquito mejor, un poquito más yo. Entendió, luego de varios rechazos, que el turquesa me hacía payaso y que con naranja me volvía mencha. Lo que nunca llegó a entender fue mi repudio al volado. Traté de muchas formas de hacerle ver que el volado no era para mí: con burlas, chistes, incluso encarnándolo en la categoría chicas volado de la secundaria. Le puse nombre, le di personalidad, en ocasiones lo subestimé, logré esbozar una arqueología del volado.
En ese entonces, yo pretendía hallarme en el punk, en lo roto, lo desprolijo. No iba a dejar que un volado me arruinara, era de hippie, de chica con rulos que usa mucha bijouterie y pañuelos en la cabeza. De mujer que fotografía muchos paisajes y usa chatitas de cuero que trepan cual enredadera -planta hippie por antonomasia- hasta atarse en el tobillo. Muy ellas.
Hoy con veintisiete años, Madre volvió a insistir con el volado. El agradecimiento vino primero, con los años una aprende a agradecer, incluso el mal gusto. El primer contacto con la seda fría me sedujo: Esta tela es como estar en bolas, me encanta, le dije. Siniestramente, Madre presagiaba su victoria. Ah, tiene volado...Bueno, lo pruebo. Me lo medí y, como guachín en arrebato, un pensamiento hippie asaltó mi cabeza. Me sentía libre, suave, romántica y soñadora; y me gustaba. Un combate interno en el que se disputaban mi amor por las calaveras y la esencia de una verdadera mujer Flower Kenzo me erectó los pezones. Me lo quedé, era cómodo y no me quedaba tan mal. Con los otros me pasó lo mismo. Uno de ellos tenía flores, potenciaba aún más las cualidades Flower Kenzo.
Ese mismo día tuve que buscar a India a la peluquería, la shitzu mini de Madre que atrae los más elegantes piropos de los devotos de la raza. Cuando llegué a casa me miré al espejo: vestido con volados, shitzu en un brazo y cartera de mano en el otro. El Mosca, punrockeando  los parlantes de una casa vecina entró por la ventana: ya no sos igual.