Existe, acaso, una comparación más odiosa para hacerle a una nena traumada con sus pelos que
decirle que se parece a Milagros, la peluda de Chiquititas? Definitivamente no.
Sé que hoy
en día es una mujer muy bonita pero déjenme acercarles una imagen de ella
cuando niña, asi entienden mi punto:
Esa misma
es Agustinita Cherri cuando trabajaba en mi novela infantil preferida. La única
novela que me hizo pensar en matar a mis padres para volverme huérfana y vivir
en un hogar de huérfanos como era el dichoso y millonario Rincón de Luz. Allí,
todos los niños eran felices. Podías bajar escaleras por toboganes, escribir un fantástico libro de la vida
contando tus penas y sueños y jugar a la guerra de almohadas y hacer que las
plumas del relleno volaran a tu alrededor sin estornudar ni una vez.
Las chufas tenían una vida perfecta. Yo no. Yo
me conformaba con mirar y envidiar esa vida de ensueño en mi aburrida casa con mis
dos papás vivos al pedo porque nunca se prendían a contarme un cuento ni empezaban
a bailar de la nada siguiendo una coreo cantada y bailada en perfecta sincronización.
Que porquería de padres tuve.
Volviendo a
Agustina y a nuestro supuesto parecido físico, pasaré a explicarles el porqué
de mi odio por tal odiosa comparación.
Para ello
es necesario remontarnos un poco en el tiempo. Unos 24 años atrás, específicamente,
cuando Cristina decidía expulsar el resultado de su descuido o traición del
profiláctico de la época por su entrepierna. Si, quien les escribe.
Mamá , siempre
que puede, cuenta esta anécdota en cualquier reunión, ya sea familiar o
con des o recién conocidos, como si
fuese algo que la enorgulleciera (nunca entendí lo que ella considera un ‘orgullo’)
Según cuenta
la anécdota, mis hermanos quedaron más que conmovidos por mi nacimiento. Pero
la conmoción no se debía a mi sorpresivo arribo al mundo sino a cómo podía, una
criatura recién nacida, ser tan fea. No lograban delimitar la frontera que
dividía mi pelo del resto de mi cara: frente y cejas. La ‘pelusita’, según mi
madre, abarcaba toda la frente y casi que se unía directamente a mis pequeñas
cejas que, apenas podían distinguirse por ser un poco más oscuritas que el
resto de la pelusa facial.
Pesaba tres
kilos y chirola. La chirola era de pelo.
Gracias al paulatino
acomodamiento hormonal del pasar de los años, la pelusa se redujo ampliamente.
Pero el calificativo de ‘peluda’ seguía vivo en mí y no dejaba de atormentarme.
Era como una anorexia vellosa. Ya no eran tan peluda (había peores casos en mi
curso) pero, aún así, creía ver un oso cuando me enfrentaba al espejo.
Fueron
tiempos muy duros y los niños son crueles. La burla y la imposición de la
estética estaban ya a la orden del día y las chicas rudas se encargaban de
hacértelo saber.
Lo recuerdo
como si fuera ayer. Era verano y las piernas de Maira resaltaban por su suavidad.
-“Te
afeitasta las piernas?!” Le pregunté
ingenuamente.
-“Obvio,
nena, mirá si vas a seguir andando con las piernas peludas!” me respondió.
Inmediatamente
supe que el momento había llegado. Maira, sin duda, iba a transar y conseguir
novio antes que todas nosotras con esas piernas lisas. Esa noche llegué a casa
y fui directamente al baño.
Mi madre
nunca me había visto tan ansiosa por bañarme. Le robé una Gillete a mi papá y,
ansiosa, entré a la bañera decidida a
ponerle fin a ese peludo período de mi vida.
Dudo
haberme sentido tan sexy y a la vanguardia como ese día. Intuía que la vida sería
distinta de ahí en adelante, que ya era grande, que los chicos iban a gustar de
mí porque, a diferencia del resto (y a excepción de Maira) yo ya no era una
nenita con pelos en las piernas. Ya era adolescente.
La
depilación marcó un antes y un después en mi vida. Y las piernas fueron sólo el
comienzo.
Le había agarrado el gustito a la piel lisita
y depilada por lo que pensé en seguir con mis anchas cejas.
Por
supuesto que la maquinita de afeitar no me servía para tan ceñido área por lo
que opté por hacerlo más rústicamente: con la tijerita para cortar uñas y mi
aliada, la pincita.
Veinte
tijeretazos más tarde, mis cejas dejaron
de ser las de Bertuccelli para volverse las de Pamela Anderson, de no más de un
centímetro de ancho. Un horror.
Y como si
esto no fuera suficiente, tuve que bancarme una cagada a pedos de mi mamá que
me acusó de ‘quemar etapas’; lo que, para ella, significa algo así como vivir
aceleradamente o pisotear la niñez, como si ser fea y peluda fuese algo propio
de esa edad. No sé, nunca terminé de entenderla. De a ratos, pensaba que la
depilación era el primer paso a volverme puta y que, por eso, las actrices pornos
se depilaban tanto y mi mamá estaba tan atemorizada.
Por suerte,
o como mecanismo de defensa de mi inconsciente, no recuerdo exactamente la
reacción de mis compañeritas, al día
siguiente, ante mis liliputienses cejas de actriz porno. Lo que sí recuerdo, es
que, después de esa poda indiscriminada y alteración total de mi expresión
facial, (las cejas dicen mucho) logré que mi madre accediera a llevarme a
Osiris, donde profesionales en el tema podían hacer el trabajo prolijamente.
Uno nunca
sabe cómo puede reaccionar un niño ante la burla de los demás. Yo no tuve
problema en achurarme los pelos, pero tranquilamente pude haberme vuelto una psicópata y
haber matado a tijeretazos a varios como venganza. Menos mal que no lo hice, es muy yankee y mainstream reaccionar así hoy en día, no les parece?
No hay comentarios:
Publicar un comentario