En la era
de la voluptuosidad, en la que el tamaño si importa, los fabricantes de
colchones se pusieron al día lanzando al mercado el famoso ‘king size’, ideal
para parejas que no quieren tocarse ni con un palo o para fiesteros que prefieren las orgías.
No sé qué pensaran ustedes pero, para mí, el inventor del king size no tenía una buena
vida amorosa o no contaba con suficiente espacio en el colchón para sus
compañer@s orgiásticos y por eso decidió crearlo.
De algún modo
u otro, dudo que el tipo haya sido un romántico. Por qué digo esto? Porque la comodidad jamás fue compatible con el amor. O van a negarme, acaso, que
cuando sobra piel también sobra espacio? No lo creo.
Prueba de ello, son las contracciones musculares. Dudo que haya dolor de espalda más
lindo que el que nos produce dormir entrelazados o en posiciones que, vistas
desde arriba, parecen un laberinto de piel en el que no se entienden donde empiezan los brazos o las piernas.
Es cierto que
las trenzas de piel al dormir no duran para siempre sino que, al igual que el período
de enamoramiento, suelen disolverse paulatinamente y el amor, entonces, se hace
presente en otros gestos. Es entonces cuando aquellas cosas naturales, como los
eructos, dejan ser tiernas y se vuelven asquerosas y, dado el caso, también juegan como motivo
de pelea.
Por suerte
mi situación es una excepción a la regla. Mi novio y yo solemos ser
empalagosamente tiernos, según los demás, y pese a los años, nos seguimos
abrazando como si de noche alguien nos viniera a separar. Claro que esto no
dura toda la noche pero, a menos que una esgrima verbal preceda el momento de
irnos a dormir, así esperamos que el
sueño pase a buscarnos.
Una vez
dormidos, él me deja por la almohada y la abraza fuertemente usando mi cadera
de apoya pierna y, en ocasiones, también me roba la mía y me saca ‘accidentalmente’
la sabana con esa famosa técnica que consiste en envolverse con ella cual
panqueque y, luego, girar hacia el lado contrario. Todo un experto.
Pero no lo culpo. El se banca mis ronquidos y me sigue diciendo que soy hermosa después de verme durmiendo. Eso es amor.
Ahora bien,
haciendo a un lado la distribución del colchón y la tenencia de las almohadas,
hay algo que si me cuesta tolerar y es la descoordinación respiratoria. Me
resulta complicado engancharle el ritmo. Trato de inhalar y exhalar al mismo tiempo
que él pero mis inhalaciones son más largas que las suyas. Estadísticamente,
una inhalación mía completa equivale a dos suyas.
Otra cosa
que me juega en contra es que él ni se entera de mi esfuerzo por adaptarme a su
respiración. No es porque tenga mal aliento, todo lo contrario, por suerte. Pero respirar
el aire calentito y usado que otro tira para afuera me parece totalmente desagradable.
Y acá no hay amor que me haga pensar lo contrario. Si, lo quiero, pero no por
ello quiero respirar su dióxido de carbono.
Afortunadamente existe
la cucharita. Y ahí si, hablémonos al oído y abracémonos fuerte total cada uno
larga su dióxido para diferentes laterales.
Algo parecido
sucede con caminar abrazados. Por suerte, no es lo mío pero siempre pensé que
las parejas que pueden caminar abrazados conocen perfectamente sus ritmos o, eligieron la altura del otro antes de enamorarse.
La mejor
manera es, sin duda, acordando, al mejor estilo ejército, con qué pierna se da
el primer paso y, de ahí en adelante, prestando atención a los escalones y
evitando calles como las del microcentro que son horriblemente angostas y detestan
la tortolería caminante.
Ponerse de
acuerdo. En eso está la clave.
Dedicado a la famosa pareja de mi comisión de la facultad que, no importa cuántos apuntes tomen o qué tanto los miremos, se toman de la mano por debajo del pupitre y no se sueltan hasta el recreo.
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