lunes, 1 de septiembre de 2014

La niña tímida y los adultos-reflectores

 A veces pienso que los padres mandan  a sus hijos a aprender diferentes actividades para luego exponerlos en alguna reunión familiar o, lo que es peor, de mujeres que venden Tupperware, Essen o Mary Kay. De hecho, he llegado a pensar que la venta por catálogo y las -en su momento- populares limpiezas de cutis que organizaba la revendedora en su casa eran una trampa siniestra para traumar niños. La hija o hijo de la revendedora por lo general padecía estas juntadas por lo que, en ocasiones, ha llegado a inventar  enfermedades o huir con algún amigo invisible a otra parte, a otro mundo.
Nunca faltaba en estas mesas un triángulo maldito de mujeres compuesto por alguna de risa estrafalaria -que generaba una mezcla de pánico y vergüenza ajena, o ambas- alguna otra que no opinaba sobre nada sino que resaltaba la opinión ajena y , las más temida de todas: la humilladora. Por supuesto que el triángulo maldito actuaba con total permiso de la madre quien, cuando se trataba de festejar a la nena, experimentaba un significativo agrandamiento de busto, una manifestación física del orgullo materno producto de la concepción de la criatura como una prolongación de su propio ser. Algo similar, o quizás el equivalente, a lo que algunos hombres sienten en su miembro cuando su preciado vehículo es venerado.
Los niños más afectados eran aquellos que para llegar al baño tenían que atravesar el living o comedor donde se llevaban a cabo dichas reuniones. No me sorprendería enterarme de que alguno meara en la abandonada pelela o, en casos extremos, se hiciera encima con tal de esquivar la incomodidad.
La escena solía comenzar con algún diálogo de esta naturaleza:
- Vení, mi amor, mostrale a las ‘chicas’ lo que aprendiste en danza
- Pero mami, hace dos clases empecé.
- Ay dale, no seas tímida, mostrales la palomita esa que me hiciste el otro día.
- Es un arabesque pero no me sale.
- Bueno dale, algo que te salga
- No mami, basta, sé hacer un demi plié, nomás.
- Hacelo, dale a ver. Miren, mirenla que divina cómo le sale.
Las ‘chicas’ amigas festejaban cualquier cosa con tal de acotar una apreciación  generando un paréntesis en el tiempo -y luego en la vida de la niña- saturado de exageraciones que lejos de motivar, promovían ideas suicidas. 
- No, no te puedo creer, es divina. Mirá cómo  pone el bracito
- Ay esta chica nació para esto, aparte es delgadita así cualquiera. ¿Te imaginás nosotras ahora haciendo un 'semi pliegue' o eso que hace? (no importa cuán sencillo fuese el nombre del paso, el adulto adulador siempre lo decía mal)
- Ja ja, ¡qué plato! Y qué dulce ella, es la próxima bailarina del Colón, la próxima, ¿cómo se llama la nena esta que baila tan lindo?
- ¡La Paloma!
- Ay, si. La Paloma, ¡qué rica chica!
El diálogo podía volverse eterno por lo que era conveniente no acotar más que un suspiro para no alimentar el fuego. Cabe aclarar, además, que la escena sucedía y se prolongaba en presencia y en la cara de la niña que, por larguísimos minutos, veía en primer plano -y cual reflectores- dentaduras, arrugas, entrecejos y cejas agrandarse sin control para acentuar un presunto asombro.
Las niñas que disfrutaban de la adulación de los adultos reflectores son, en su gran mayoría, las que en su adolescencia temprana asistieron a cual casting existiera y soñaban con ser reina de Colectividades o alguna de esas fiestas de las que los Cualca tan bien se burlan.
El resto, por el contrario, formó parte de los grupos de niños problemáticos de cada curso y en camino a su adultez desarrolló un fuerte interés por todo aquello que, en su momento, no fue socialmente aceptado: piercings, tatuajes, drogas, destrucción esporádica de vajillas varias y, en los peores casos, autoflagelo.




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