martes, 4 de noviembre de 2014

A las putas, Dios no nos habla.


Madre Cabrini, como toda escuela católica, ofrecía a sus alumnas una misa semanal en su capilla con un previo o miércoles detox en los que nos invitaban a pasar factura de nuestras travesuras con un señor de blanco que, a través de una ventanita de madera agujereada a lo mosquitero, nos perdonaba todo. Las chicas decían que los agujeritos servían para que el tipo no nos fichara pero yo nunca entendí por qué nos hubiera juzgado si era tan bueno como todos decían. Para mí, los agujeros eran para que el pobre tipo no se contagiara de nuestros pecados, era una suerte de protección; un profiláctico espiritual.
En mi curso, durante unos años, fuimos veinticuatro. Casi que podría enumerar los apellidos y nombres de cada una en el orden alfabético de la lista. De las veinticuatro, yo era la número trece (dejo a mano este dato por si más adelante quieren sacar conclusiones) y la única con baja señal para hablar con Dios.
Los cuadernillos que armaban las catequistas, además de arcas de noé para colorear y morbosos lyrics que repetíamos por inercia, tenían actividades re difíciles que incluían, entre otras, charlas con Dios o alguno de allá del cielo. Por lo general, esta tarea se hacía en casa; no es fácil concentrarse en clase ni es justo para el pobre Dios tener que estar en línea con veinticuatro chicas a la vez.
Si bien mi ñoñez me obligaba a participar siempre en clase -actitud que ofendía a las celosas y aliviaba a las irresponsables-, mi mano se escondía cuando la catequista pedía testimonios de nuestros diálogos con diosito. Nunca entendí bien por qué todas querían participar pero me servían para disimular mi silencio. Y no es que yo no hiciera mi tarea, es que por más duro que trataba, a mí Dios no me hablaba. La seño decía que sabríamos cuando Él nos estuviera hablando porque lo sentiríamos en el cuerpo, seguramente cerca del órgano cardíaco. A lo mejor mi cuerpo me hacía trampa o el exceso de Touched by Angel -la serie religiosa de la Warner-  me estaba afectando pero lo cierto es que pensar fuerte me daba mucho hambre o el diablo se burlaba de mí invadiendome con imágenes de cosas obscenas que de haberse enterado, Dios se hubiera enojado muchísimo.
Yo que quería ser monja y rezaba en todos los recreos largos -porque hasta tercer grado no tuve amiguitas- no podía estar más preocupada por los inodoros, penes y malas palabras proyectándose dentro mío cada vez que me concentraba tratando de llamar a Dios. ¿Por qué a mis compañeras les hablaba y a mí no? ¿Por qué concentrarme para invocarlo implicaba revivir la escena del día en que abrí apurada la puerta del baño y ví el pene de papá?
Por mucho tiempo pensé que Dios me hacía revivirla a modo de amenaza y que por haber visto un pene a tan temprana edad sufriría el castigo de no poder hablarle. Sabía que si la seño me hacía compartir mi testimonio no podía inventar una historia porque habría estado mintiendo pero, a su vez, contar la verdad me hubiera condenado de por vida y quizás me hubieran apedreado como a María Magdalena, la puta de la Biblia (en un sueño recuerdo haber idealizado el vestuario para el día de mi condena).

De todos modos, escuchar los testimonios de mis compañeras me hizo dar cuenta de un par de cosas. Primero que todo, que Dios usaba la misma grabación para todas -o que la mayoría necesitaba oír lo mismo-  porque a cada una de ellas les repetía que se portaran bien, que Él las amaba y que las cuidaba en todo momento. Lo segundo que descubrí se desencadena de lo anterior: si es cierto que fui de las últimas en hacerse una paja sin culpa, entonces mis compañeras son unas morbosas. Si tanto les recalcó que Él las cuidaba todo el tiempo, de seguro se pajearon muchísimas veces con Dios en línea. Me pregunto que castigo les habrá tocado a ellas.





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