jueves, 13 de noviembre de 2014

De runner humillada a atleta consagrada (o viceversa )

Yo soy extremista, en casi todo lo que hago. Odio admitirlo pero es cierto, tengo etapas para todo. Tuve una etapa de vegana nivel Peta, de hip hopera de departamento, de cinéfila nivel encierro y la más interesante: de justiciera. De esta última pocos se enteraron -fue poco después de que nos robaran y encerraran con mamá en el baño de casa- porque temía que me denunciaran. Durante al menos un mes salí con un tramontina en el bolsillo a todos lados (incluso a Jorgito el potro, que estaba al lado de casa) y miraba a todos con desconfianza. Gracias a Buda nunca siquiera amagué a usarlo.
Dos semanas atrás regresé a mi intermitente etapa de atleta, esta vez con partner: Matías. Matt, como se hace llamar, me cruzó una vez en Scalabrini y después de burlarse de la marcha noventosa en mis auriculares y lo horrible que corría, me enseñó a trotar de verdad.  Esa tarde comprobé que el pibe era más que un buen recomendador de películas y peculiar standapero por lo que formalizamos como running couple. Gracias a él ahora resisto mucho más sin perder pulmones en el camino. Nos cebamos rápidamente y bastaron dos salidas para redoblar la apuesta: para la próxima vez corriríamos desde el Gigante hasta el Indepencia.
Como toda exagerada, comí proteínas como para todo un mes y unas pastillas de ginseng, té rojo y otros yuyos que ingeridas después de las siete son un ticket de ida al insomnio.
‘Te espero en Génova y Avellaneda’, me escribió y para sacarme la duda le pregunté si el 153 que pasa por Pellegrini me dejaba. ‘Sí, el que va para el lado de Corrientes’, agregó. Qué boludo, pensé. Era obvio que tenía que tomar el que va y no el que vuelve, por Pellegrini.
Salí media hora antes para llegar puntual porque Matías tiene la maldita costumbre de salir sin celular por lo que si no lo encontraba al llegar no era desorbitado temer lo peor -o mejor, es un pibe de gustos raros-.
Tal como le había prometido, me había vestido como para correr por Oroño: calza corta Adidas para sentir que ‘imposible is nothing’, chaleco con bolsillo para los indispensables (llave, plata, teléfono y tarjeta de bondi) porque el corpiño tiene sus límites y las zapas chetas para running, tan cómodas como horribles. Es increíble como cierto calzado permite saborear la ilusión de una espalda recta y rótulas alineadas y balanceadas por unas horas.
El sol rajaba el pavimento y derretía el colectivo. Mi bozo sudaba como en el peor de los eneros y le hablaba a todos de mi fuerza de voluntad y pasión por las pistas. Mi expresión era la de un atleta consagrado en gigantografía de Nike. Era la única runner del 153; el resto, unos tristes mortales.
Sin desatender mi fantasía, noté que seguíamos por Pellegrini y que ya habíamos pasado Avellaneda, hacía rato. Entrábamos súbitamente a un barrio que desconocía, de calles sin nombre y jaurías -por alguna razón- enojadas con nuestra llegada. El contingente de pasajeros se había reducido a seis personas: cinco claramente locales y una runner extranjera que ya no publicitaba para Nike y, en cambio, chequeaba el saldo de su teléfono.
El colectivo detuvo su marcha y refunfuñó como perro agitado en señal de cansancio. Mi arritmia nerviosa ya era un hecho.
Me paré y exagerando un protagónico de huérfana al mejor estilo Cris Morena intenté conmover al chofer con mi desventura (los tatuajes poco ayudan cuando se intenta enternecer).
‘Tu amigo te mandó para cualquier lado’, me dijo prendiéndose un cigarro con una sonrisa que invitaba al diálogo. Me aliviaba saber que no estaría sola en pleno Bronx al bajar del bondi. ‘Si querés quedate sentada acá, yo me tomo algo y en veinte vuelvo a salir’, me sugirió. Supuse que habría notado la contracción de mis glúteos -claramente nerviosa- y acepté con falsa despreocupación: ‘Bueno, dale. Todo bien igual, eh’.
¿Tanto semáforo y hostal boliviano de mala muerte para asustarme por un barrio de pinta fulera? No era tanto el prejuicio del lugar sino mi look runner, cheta y regalada como pocas veces, lo que más me comprometía. Recordé la charla Ted sobre expresión corporal y me acomodé descomprimiendo glúteos y hombros, con un pie contra el respaldo de otro asiento y la frente en alto, tan gangster como mi imaginación lo aprobaba. De afuera debí haberme visto como un caniche gruñón ladrando desde un auto, como un típico macho beta que grita ‘soltame que lo mato’ cuando nadie lo detiene, pero bastó para aliviar mi inseguridad.
A los veinte minutos clavados, el chofer volvió a subir. Yo salí del papel de negra del Bronx y volví a mi realidad de runner humillada. Para ese entonces eran pasadas las siete y el hijo de puta de Matt ni un mensaje me había mandado. Me bajé cerca del Independencia y corrí sola. Pensar las puteadas para Matías me motivó muchísimo y  batí mi propio record de seis vueltas sin parar. Me volví a casa victoriosa, con la remera empapada y las piernas de hierro. Matt ya me chupaba un huevo, había vuelto a la publicidad de Nike.




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