Las manos,
hasta la plaza, no podían encontrarse.
Una vez en la
plaza ,la escena nos encontraba en un banco. Guardábamos unos treinta
centímetros de distancia que se iban achicando mientras hablábamos de temas que
nos servían de excusas para reir fuerte y simular que el acercamiento entre
ambos era una casual consecuencia de lo corporales y movedizas que se volvían
las risas. La tomada de mano le seguía, aunque no espontáneamente. Pero yo ya
lo sabía y no me importaba demasiado. Me
divertían nuestras pequeñas rutinas y, dentro de ellas, nuestras rebuscadas
posiciones sofisticadamente disfrazadas de casuales.
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