Cuando era
chiquita mi mamá pensaba que tenía algo en contra de mis abuelos o la tercera
edad en general. Y, es que, había cuestiones particulares en ellos que mi mamá ni mi
familia nunca pudieron entender. Yo no tramaba nada contra la tercera edad,
sólo odiaba saludar a mis abuelas y las abuelas en general (siempre nos enseñan
a decirle a abuela a toda señora que se vea muy mayor) porque eran muy enérgicas
en su saludo y porque realmente salía herida cada vez que lo hacía.
Primero que
todo, de pequeña me caracterizaba una importante cara de orto a donde fuéramos,
por lo que, mi madre, se anticipaba ante el saludo de los otros avisando ‘Tiene
carita de culo pero es una santa!’. Si había algo que podía ponerme de peor
humor era que dijera eso, no sólo por el mensaje en sí, sino, también, por la
respuesta del otro que incluía una opinión acerca del origen de mi cara de orto,
como si me conocieran.
Segundo, y
casi principal, la gente grande no tenía la puntería necesaria como para
inclinarse hacia abajo para saludar a una niña y aterrizar su piquito ansioso justo en la mejilla y, es por eso que,
en ciertas ocasiones, mis abuelas me daban picos o, si tenían los labios
mojados, parecía que me transaban. Era un asco. Entiendo que para muchos pueda
ser tierno darse picos con los padres y/o abuelos pero para mí no lo es. Lo
siento.
Pero eso no
era todo. Había algo más. No sólo comentaban sobre mi cara de culo y me
transaban sino que, además, me pinchaban los cachetes con sus fuertes e
inquebrantables vellos faciales. Porque claro, los adultos entienden por qué
esto sucede y lo creen normal, pero para una niña introvertida de siete años,
que las abuelas tengan barba que pinche me hacía suponer un posible cambio de
sexo superada cierta edad o una especie de castigo celestial por llegar a tan
viejo. Vaya uno a saber cuántas cosas habré conjeturado para explicarme este
fenómeno que, encima de no tener explicación, era motivo de sermón y regaño cada vez que se lo preguntaba a algún mayor.
-‘No seas
irrespetuosa no ves que es una señora mayor!’
Y encima
eso, llamaban falta de respeto a mi curiosidad sobre los bigotes de la abuela.
Quién los entiende.
Desde
entonces supe que sobre la gente mayor no había que hacerse demasiadas
preguntas sino una era tomada por irrespetuosa. Por eso, cada vez que alguna característica
de los abuelos llamaba mi atención y no tenía forma de explicármelo, como por
ejemplo el hecho de que todas las abuelas tengan pelo corto y blanco, era, para
mí, un requisito que Dios tenía para dejar entrar la gente al cielo (si, fui a
escuela ultra religiosa).
A lo mejor,
al ser todo blanco y limpito en el cielo, este tipo quería que todas suban con
sus cabelleras haciendo juego. Andá a saber. De lo único que si estaba segura,
era de que las monjas de mi escuela entraban si o si. A mi entender, eran tan
fanes de la virgen que se vestían como ellas para que Dios las aceptara y
estaba segura de que así sería.
Y si, no
les voy a mentir, por un breve tiempo de mi inocente y manipulada niñez pensaba
que a lo mejor tenía que volverme monja. Pero al salir de bañarme con el
toallón envuelto en pelo a lo monja, me veía tan fea que pensé que los demás me
tendrían miedo. Además, las monjas de mi escuela parecían tener una vida tan
triste que, de a poco, la idea del llamado divino se fue desvaneciendo.
Por suerte
crecí, me hice adolescente y las hormonas llegaron a mi rescate.
Todo fenómeno aparentemente anormal tiene su
explicación hormonal correspondiente. Me preguntó por qué nadie se atrevió a
hablarme de hormonas cuando era pequeña, al menos para explicarme por qué mi
abuela tenía una barba tan pinchuda.
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