Entro de incógnita. Me hago pasar por
secretaria amagando a golpear la puerta del doctor -o umbral del
trono- y fingiendo haber olvidado algo, bajo las escaleras exagerando
el ruido de mis tacos, como toda buena secretaria que orina el
perímetro de su médico.
Tengo casi todo calculado. Conté al
menos diez pacientes, de los cuales cuatro eran niños. Me veo
obligada a perfeccionar mi próximo movimiento. Los niños siempre complican las cosas.
Tengo dos horas para efectuar el
operativo. Corro las dos cuadras a casa. Si, descalza, odio los tacos.
Convenzo al vecino de que pasearé a su
hijo. El pibe, feliz de que alguien lo saque a pasear, acepta. El
padre, me lo agradece.
Le explico al niño, cual sinopsis de película
de acción, nuestra próxima misión y abusándome de su fervor por
esas pelis, lo soborno con una salida al cine.
Le pongo algo de rubor en las mejillas
para colorear la fiebre, lo visto bien y le doy un barquito de papel
para que sostenga mientras esperamos en la sala. Yo me visto de madre
posmoderna con una peluca envidiable y un bolso enorme del que se
asoman muchos papeles de trabajo. Cuanto más grande y más papeles
asomen, más trabajodora me veré.
La entrada es clave pero el pibe ama
actuar y todo sale de maravilla. Entramos. Él lloriqueando, yo
sosteniendo un trapo humedecido sobre su frente. El perfume de nene,
las zapatillitas con luces y el barquito de papel, todo está a
nuestro favor. Él insiste en jugar en el suelo con su barquito. Yo
lo abrazo y le digo que no puede hacerlo porque señora fiebre
aún sigue coloreando sus cachetes (personificar los objetos y las
enfermedades al hablar con niños siempre enternece al público).
Finalmente, el niño se larga a llorar
y su sollozo es tan convincente que logra conmover a la sala de
espera logrando que la próxima paciente, cuyo hijo apenas tosía
entre risas, se ofrezca a cedernos el turno.
Los demás nos miran con recelo pero
fingen asentir con la cabeza. Ninguna se atrevería a negarle el
turno a un niño que vuela de fiebre y, además de hermoso y coqueto,
se divierte con juguetes de papel y tiene una mamá súper
trabajadora.
Al menos tres madres están planeando
entrenar a sus hijos para la próxima vez que vengan al pediatra que,
casualmente, también es mi clínico.
El doctor se asoma y entramos de
inmediato. El operativo es un éxito. Me saluda y le presento al niño
que, para entonces, ya no vuela de fiebre sino entre la balanza y
camilla del consultorio reclamando a gritos la peli en el cine.
Pendejo interesado.
Le invento una diarrea imparable que,
de pedo, me dejó llegar al
consultorio.
Me
banco el inyectable- más viscoso que nunca- sus consejos boludos y el pendejo exaltado hasta
que, por fin, firma un papel- que visto desde mi lado es un bosquejo
de jeroglíficos- y con un encantador 'clack' de su fálico sello,
legaliza mi libertad provisional de siete hermosos días.
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