Te miro hablar, ya no te escucho. Tus
palabras atolondradas entorpecen el camino, se empujan, arman un
pogo, hacen slam, se golpean fuerte entre sí. Te sigo mirando, me
detengo un rato en tus ojos. Pienso en contar las pestañas, en
calcular la curvatura de tus cejas. Estaciono después en tu boca, la
imagino maquillada, con un bigote surrealista, con más y menos
grietas en los labios. Me pregunto qué guardan tus grietas, por qué
están ahí y cuántos besos bastarían para borrarlas. La imagino al
revés y veo tu mentón como la frente de una pequeña y extraña
criatura; me río. Ahora estás convencida de que mi risa fue una
aprobación, de que pienso igual que vos acerca de vaya saber uno qué
cosa. Y seguís hablando. De a poco y con esfuerzo, mi cámara lenta
te sigue mirando y esboza, sin permiso, un paisaje a tu alrededor.
Son montañas, de a ratos rusas. Suben y bajan bruscamente, tus ojos
y tus manos acompañan, siguen el frenesí. Mozart pinta la música
de la escena, cada vez más dramática, cada más Requiem. Pronostico
un portazo o un grito o una carcajada; no sé qué nos trajo hasta el
estribillo, cómo saldremos, ni qué estarás diciendo. Me cuelgo en
tu bufanda, no puedo irme de allí. Me parece la más hermosa que he
visto en mucho tiempo, no entiendo cómo no la note antes. Quisiera
preguntarte por ella pero no me animo a volver. Ya no recuerdo por
qué estoy a tu lado ni qué desgracia propició esta charla devenida
soliloquio. Veo en tu bufanda una catarata furiosa por la que deseo
te sumerjas hasta desaparecer. Lo imagino con tanta fuerza que por un
instante lo creo posible y cierro los ojos, tentando a la magia,
invitándola a sorpredenderme. Vuelvo a abrirlos y seguís ahí, sólo
que ahora furiosa -como la catarata que no fue . Un apagón desdibuja
el paisaje, me sacude y entonces me dibujás un estrado, me acercás un micrófono. Estoy por mentirte, otra vez.
lunes, 14 de julio de 2014
jueves, 3 de julio de 2014
Infortunios de probador (sobre la adulación de las vendedoras y los encuentros de mierda)
Todas disfrutamos ir de compras, incluso las anti-sistema, las que sólo compran en ferias, las under y las que se jactan de la misma remera que las obliga a esconder sus placeres prohibidos.
Fue entonces que liberando por completo mi cromosoma consumista me convencí, con admirable facilidad, de que ya era hora, de que merecía una remerita nueva. Hice, de todos modos, lo que toda culpógena pelotuda hace para justificar un gasto innecesario: revisar la parte pobre del placard y señalar las prendas más abatidas para convencer a un otro presente, o a una misma, de que no se trata de un capricho sino de una necesidad. Con la misma seriedad y dramatismo con el que reclamaríamos un subsidio del estado.
Como es habitual, me caminé todo el centro; de San Luis a San Lorenzo, incluyendo los lugares caros. Esos lugares donde sabés que no vas a llevar nada -más que, con suerte, el saludo de la vendedora- pero igual disfrutás jugar con la susceptibilidad de las comerciantes fingiendo estar por comprar algo carísimo cuando no te alcanza ni para el tacho a casa.
Fui a mi local de siempre. Uno que tranquilamente pasa por local de San Luis pero está en una galería chetita. Las vendedoras de Suitcat, al igual que las de la galería Cassini, sueltan halagos que de tan exacerbados pecan de sarcásticos. Me probé una blusa que claramente no era mi talla pero me exigí encajarme. En tanto que luchaba por desprendérmela sin que ningún 'crack' de la costura que me condenara, percibí una voz por de más de conocida. Era él, el que alguna vez había sido 'el chico lindo de facebook', ahora muy bien acompañado por una minita cuya cintura, más sinuosa que la de una guitarra, intimidaba a toda la peatonal.
- ¡Mirá vos! Este gil anda con la reina de la crema....¡¿Y ésta que se hace la A.Y Not Dead se viste en mi local mersa?!. La curiosidad me acorralaba y el rincón extremadamente reducido que mal llaman probador no me dejaba mover y sufría el golpe constante de mis brazadas. Espiaba desde un agujerito que había improvisado estirando la cortina y asomando un dedo. Era tan obvio que hasta la boluda de la vendedora
seguro lo habría notado. Y pareció corroborarlo cuando por desgracia intervino:
- ¿Y Negri? ¿Cómo quedó esa blusita fucsia? ¿Puedo abrir?
Le acepté el negri, dejé pasar la data de mi prenda pero ¿la intromisión?
- No, no pará. Todavía me estoy cambiando.
- Bueno, pero ¿te quedó bien? Porque encontré un 'l' que capaz te entra mejor.
Por fortuna soy oscurita -rara vez me ruborizo- y las cortinas seguían cerradas. Con la poca dignidad que me quedaba le agradecí y expliqué que no quería nada, siempre desde adentro.
La forra pasaba perchas cual inspectora, igual que yo. Lo que me hizo pensar que seguramente sentía mi mismo dolor de bicep capitalista, tal como apodé una tarde luego de revisar al menos cien percheros.
Él, el que estaba bueno pero nunca me había dado bola ni supo que había sido mi chongo imaginario, parado a su lado. Faldero como jamás lo hubiera imaginado. Firme, mostrándose atento e interesado y asintiendo a sus preferencias. En mi cabeza resonaban las voces viriles de mi familia, mi cuñado, sobre todo, mi papá más cercano: 'Es puto, si mira tanto la ropa es puto'. Pero no, no era puto. Está bueno y anda con la cream queen, como una prompt queen pero con años de caravana encima.
Esperé hasta que por fin se fueron, con las manos vacías, para salir de la jaula.
- Dejá, yo la doblo. Me dijo la halagadora. Y mientras me acomodaba la pila de abrigos que vestía insistió:
-Ah, por las dudas, este modelito que miró la chica recién es parecido al que te probaste por si lo querés medir. Tengo tu talle.
La miré con el mismo odio que miraba a los carnívoros cuando hacían chistes anti vegetarianos y le contesté:
- No, nada que ver. No somos, emm, digo, no son parecidos.
Me fui cargando un enojo tan patético que de haber habido puerta le hubiera dado un portazo.
martes, 1 de julio de 2014
Teacher pero eterna recursante
Junio me regaló la más valiosa de las oportunidades : la de trabajar con niños, o
niña en mi caso. Se llama Morena y tiene apenas seis años. Nos
conocimos con la excusa de una sesión de fotos pero afianzamos una amistad cuando llegaron las clases de inglés y pasé
a ser su teacher. Tenía prueba de inglés y su mamá quería que la
ayudara a repasar colores, números hasta el cinco y algunos
adjetivos. Hasta entonces mis alumnitos más chicos habían sido de
diez años por lo que Morena representaba un desafío, no sólo por
su edad sino también su personalidad. Ella tiene el grandioso don
de pasar de un musical de Violetta a una conferencia en la que, cual
miembro de la Rae, conceptualiza términos que ni yo tengo aún
definidos. La semana pasada, por ejemplo, me dijo que 'la adolescencia es cuando tenés infancia pero podés tener novio porque estás en la secundaria'. Yo sigo dudando si alguna vez fui adolescente, esta nena me hace replantear demasiadas cosas. Ahora bien, la verdadera dificultad a la hora de enseñarle era la escritura, ¿cómo le
explico a una nena que recién aprendió a escribir su nombre que las
palabras en inglés se escriben de una forma y se dicen de otra?
Por suerte no es la ortografía ni el deletreo lo que primero
atienden las teachers sino la asociación, lo que happy significa,
por más 'p' que falte o 'y' devenida 'i'. Siguiendo
esta idea, empezamos por dibujar el clima para terminar pintando
animales de diferentes colores, según un número asignado. Ella lo
entendió de inmediato y desde entonces me pide ese ejercicio porque
dice que así aprende más. Naturalmente, lo que mayor creatividad
me demandaba y sigue demandando, es llamar su atención. Mantenerla
en la clase sin por eso cortar su imaginación o aburrirla. Una vez
le corregí cómo había deletreado 'green' y mirándome con absoluta
seguridad me dijo: 'Ya sé Moli, pasa que lo escribí como lo escribimos en
mi pueblo'. Me contó que ella en verdad es de Morenalandia
y que allí se escribe 'gri'. Por supuesto que me interesé en su
pueblo y sus palabras y le prometí que luego de enseñarle cómo se
habla en este otro lugar, en el que sólo hay inglés, podríamos ir
al suyo. Seguimos repasando otros colores pero cada
cinco minutos miraba un reloj y me avisaba que en Morenalandia ya
estaba oscureciendo, y que si nos tardábamos mucho tendríamos que
ir dando saltos porque después de cierta hora aparecían hormigas y
bichos que nos obligarían a saltar. Le dije que no tenía problemas
en saltar mientras repasáramos un poco más. Eventualmente terminé a los saltos.
Cruzamos toda la cocina en una pata hasta llegar a su habitación:
Morenalandia. 'Acá escuchamos Violetta', me dijo mientras ponía el
cd en su equipo de música. Me las hacía escuchar y tanteaba mi
reacción anticipando lo que se vendría. Yo también fui nena y sé
lo necesario que es sentirse en confianza con alguien más grande para compartir un mismo código. Fue así que empecé a bailar libremente sin mirarla,
invitándola a seguirme. De a poquito el tarareo tímido desde el
borde de su cama fue creciendo y desinhibiéndose hasta volverse una
coreografía con canto incluído. Cantaba a los gritos paseándose
por todo su pueblo, destellaba alegría. Intuyo que hubo instantes en
los que olvidó que yo estaba ahí, a su lado. Yo no me sabía las
letras por lo que me perdonó el playback pero me costaba seguirle el
paso. La miraba y si me detenía me retaba, me apuraba. Se movía de
a ratos frenéticamente y actuaba cada verso, interpretando las
palabras y exagerando gestos hasta reírse de ella misma si tropezaba o no le salían las piruetas en la cama. Supe entonces que era muy poco
lo que podía enseñarle. Ella ya sabía interpretar las palabras, y
lo hacía tan bien porque mientras jugaba estaba en su mayor
esplendor, porque cada verso además de cantado era sentido. Yo tardaba en pensar las caras, los gestos y me estancaba en una mímica barata y predecible. Ella lo veía pero aún así me alentaba. La que
tiene que seguir aprendiendo soy yo.
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