Te miro hablar, ya no te escucho. Tus
palabras atolondradas entorpecen el camino, se empujan, arman un
pogo, hacen slam, se golpean fuerte entre sí. Te sigo mirando, me
detengo un rato en tus ojos. Pienso en contar las pestañas, en
calcular la curvatura de tus cejas. Estaciono después en tu boca, la
imagino maquillada, con un bigote surrealista, con más y menos
grietas en los labios. Me pregunto qué guardan tus grietas, por qué
están ahí y cuántos besos bastarían para borrarlas. La imagino al
revés y veo tu mentón como la frente de una pequeña y extraña
criatura; me río. Ahora estás convencida de que mi risa fue una
aprobación, de que pienso igual que vos acerca de vaya saber uno qué
cosa. Y seguís hablando. De a poco y con esfuerzo, mi cámara lenta
te sigue mirando y esboza, sin permiso, un paisaje a tu alrededor.
Son montañas, de a ratos rusas. Suben y bajan bruscamente, tus ojos
y tus manos acompañan, siguen el frenesí. Mozart pinta la música
de la escena, cada vez más dramática, cada más Requiem. Pronostico
un portazo o un grito o una carcajada; no sé qué nos trajo hasta el
estribillo, cómo saldremos, ni qué estarás diciendo. Me cuelgo en
tu bufanda, no puedo irme de allí. Me parece la más hermosa que he
visto en mucho tiempo, no entiendo cómo no la note antes. Quisiera
preguntarte por ella pero no me animo a volver. Ya no recuerdo por
qué estoy a tu lado ni qué desgracia propició esta charla devenida
soliloquio. Veo en tu bufanda una catarata furiosa por la que deseo
te sumerjas hasta desaparecer. Lo imagino con tanta fuerza que por un
instante lo creo posible y cierro los ojos, tentando a la magia,
invitándola a sorpredenderme. Vuelvo a abrirlos y seguís ahí, sólo
que ahora furiosa -como la catarata que no fue . Un apagón desdibuja
el paisaje, me sacude y entonces me dibujás un estrado, me acercás un micrófono. Estoy por mentirte, otra vez.
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