jueves, 3 de julio de 2014

Infortunios de probador (sobre la adulación de las vendedoras y los encuentros de mierda)

Todas disfrutamos ir de compras, incluso las anti-sistema, las que sólo compran en ferias, las under y las que se jactan de la misma remera que las obliga a esconder sus placeres prohibidos.
Fue entonces que liberando por completo mi cromosoma consumista me convencí, con admirable facilidad, de que ya era hora, de que merecía una remerita nueva. Hice, de todos modos, lo que toda culpógena pelotuda hace para justificar un gasto innecesario: revisar la parte pobre del placard y señalar las prendas más abatidas para convencer a un otro presente, o a una misma, de que no se trata de un capricho sino de una  necesidad. Con la misma seriedad y dramatismo con el que reclamaríamos un subsidio del estado.
Como es habitual, me caminé todo el centro; de San Luis a San Lorenzo, incluyendo los lugares caros. Esos lugares donde sabés que no vas a llevar nada -más que, con suerte, el saludo de la vendedora- pero igual disfrutás jugar con la susceptibilidad de las comerciantes fingiendo estar por comprar algo carísimo cuando no te alcanza ni para el tacho a casa.
Fui a mi local de siempre. Uno que tranquilamente pasa por local de San Luis pero está en  una galería chetita. Las vendedoras de Suitcat, al igual que las de la galería Cassini, sueltan halagos que de tan exacerbados pecan de sarcásticos. Me probé una blusa que claramente no era mi talla pero me exigí encajarme. En tanto que luchaba por desprendérmela sin que ningún 'crack' de la costura que me condenara, percibí una voz por de más de conocida. Era él, el que alguna vez había sido 'el chico lindo de facebook', ahora muy bien acompañado por una minita cuya cintura, más sinuosa que la de una guitarra, intimidaba a toda la peatonal.
- ¡Mirá vos! Este gil anda con la reina de la crema....¡¿Y ésta que se hace la A.Y Not Dead se viste en mi local mersa?!. La curiosidad me acorralaba y el rincón extremadamente reducido que mal llaman probador no me dejaba mover y sufría el golpe constante de mis brazadas. Espiaba desde un agujerito que había improvisado estirando la cortina y asomando un dedo. Era tan obvio que hasta la boluda de la vendedora 
seguro lo habría notado. Y pareció corroborarlo cuando por desgracia intervino:
- ¿Y Negri? ¿Cómo quedó esa blusita fucsia? ¿Puedo abrir?
Le acepté el negri, dejé pasar la data de mi prenda pero ¿la intromisión?
- No, no pará. Todavía me estoy cambiando.
- Bueno, pero ¿te quedó bien? Porque encontré un 'l' que capaz te entra mejor.
Por fortuna soy oscurita -rara vez me ruborizo- y las cortinas seguían cerradas. Con la poca dignidad que me quedaba le agradecí y expliqué que no quería nada, siempre desde adentro.
La forra pasaba perchas cual inspectora, igual que yo. Lo que me hizo pensar que seguramente sentía mi mismo dolor de bicep capitalista, tal como apodé una tarde luego de revisar al menos cien percheros.
Él, el que estaba bueno pero nunca me había dado bola ni supo que había sido mi chongo imaginario, parado a su lado. Faldero como jamás lo hubiera imaginado. Firme, mostrándose atento e interesado y asintiendo a sus preferencias. En mi cabeza resonaban las voces viriles de mi familia, mi cuñado, sobre todo, mi papá más cercano: 'Es puto, si mira tanto la ropa es puto'. Pero no, no era puto. Está bueno y anda con la cream queen, como una prompt queen pero con años de caravana encima.
Esperé hasta que por fin se fueron, con las manos vacías, para salir de la jaula.
- Dejá, yo la doblo. Me dijo la halagadora. Y mientras me acomodaba la pila de abrigos que vestía insistió:
-Ah, por las dudas, este modelito que miró la chica recién es parecido al que te probaste por si lo querés medir. Tengo tu talle.
La miré con el mismo odio que miraba a los carnívoros cuando hacían chistes anti vegetarianos y le contesté:
- No, nada que ver. No somos, emm, digo, no son parecidos.
Me fui cargando un enojo tan patético que de haber habido puerta le hubiera dado un portazo.



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