martes, 11 de mayo de 2010

La superpoblación de las tarimas de Planet.
De los accidentes y pormenores en el boliche teen.



Desde pequeña que adoro bailar. Y este amor por el baile se intensificó superlativamente una vez otorgada la habilitación oficial de mis progenitores para IR A BAILAR (con todo lo que el acontecimiento implica)
En aquel entonces el lugar que rockeaba era Planet Disco. (Y aprovecho el espacio para hacer un reconocimiento a los geniales diseños de las invitaciones, eran buenísimas, yo solía coleccionarlas)
Claro que antes de cada salida, había una previa. Y para recibir la noche, el lugar era “Alto Pelado”, un bar totalmente ilegal donde te vendían dos tequilas (o al menos eso decía la botella) por cinco pesos sin juzgar tu cara de púber inexperto en ingesta de alcohol.
Si ese bar hablara sin duda publicaría la primera y patética vez que tomé alcohol. Recuerdo que fui acompañada de una amiga de aquellos tiempos que, siendo menor que yo, ya tenía un historial importante en lo que a bebidas alcohólicas y joda refiere.
Esa noche el plan era “escabiarnos a morir” en el bar y después disfrutar las consecuencias en “Archi” (otro boliche de la época).
Feliz de que tenía amigos re locos y alcohólicos, fui al bar y comenzó la ronda de tragos. La mezcla en ese entonces no pegaba tanto como ahora o bien, hasta los 18 años, la tolerancia del hígado es tanto mayor que a los 22.
Yo estaba nerviosa. Era mi primera vez bebiendo y a costas de la confianza de mi papá que tan confiado me dejaba en la puerta del boliche de donde luego partíamos clandestinamente al bar. El simple hecho de pensar en que le tenía que mentir a mis papás me generaba culpa. Pero pelearse con los padres por el tema salida era moneda corriente en mi pubertad y hasta casi te diría que cool. La culpa, por suerte, era superada rápidamente al próximo fin de semana en que la historia se repetía.
Luego de varias ojeadas al menú de tragos que, by the way, parecía una lista de integrantes de una peli porno por los nombres de las bebidas, me decidí por una Caipirinha.
Confiadísima por lo que la corrupta de la chica que atendía en la barra me había dicho, elegí una Caipi porque parecía ser el trago que menos alcohol tenía según ella.
Mi amiga sorprendida por mi soltura para elegir, me alertó sobre el volumen alcohólico de mi bebida. Tal fue así que, poseída por un cagaso abismal de embriagarme y de que tuviera que llamar a mamá para buscarme, me hice la canchera y fingí haberme tomado todisimo el trago cuando en realidad, cada medio sorbito, iba al baño a derrochar la Caipirinha por el inodoro. Y el final fue mucho más patético porque para evitar que mi amiga alcohólica dejara de ensartarme alcohol me ví obligada a hacerme la borracha. La conclusión de la noche, como dice Karina Olga, la dejo a tu criterio.
En mi temprana adolescencia era muy inocente. Cuando podía trataba de evitar las salidas que incluían mentirle a mamá pero llegó un momento en que el fin de semana se trataba básicamente de eso.
De todos modos lo que yo más amaba de ir a bailar era precisamente Bailar. Me vestía con ropa que, dentro de los parámetros de “putita” me permitían moverme con total libertad. Entraba al boliche y, ya sea al ritmo de “zombie nation” o “Vengaboys” yo me subía a la tarima y de ahí nadie me bajaba.
Por suerte la mayoría de mis amigas tenían un concepto similar y nos divertíamos principalmente bailando (excepto mi amiga Nadine cuya madre no autorizó a salir legalmente sino hasta los 18 años. Aun guardo la cartita Teen que me hizo llena de colores en la cual me contaba lo feliz que era que Silvia ya la dejaba salir)
Mi amiga Stefanía era la que mejores remeras para salir tenía así que todas nos asegurábamos de ir a su casa antes de salir para que se apiadara de nuestra indumentaria y nos alquilara su placard. Una vez empilchadas salíamos.
Con mi amiga teníamos bastante en común. Las dos éramos excelentes alumnas, olfas y aplicadas y a mi eso me daba tranquilidad porque mi mamá la quería mucho y confiaba plenamente en que ambos angelitos juntos jamás haríamos algo incorrecto.
Mi amiga Nadine, en cambio, no tenía buenas notas y me escribía cartas cuasi-lésbicas lo cual era motivo suficiente para que mi mamá la odiara y la considerara una mala influencia.
Con Stefanía una vez salimos solas. Todavía incluso recuerdo lo que llevábamos puesto. Ella estaba divina. Yo intentaba, pero la combinación nunca fue mi fuerte y en maquillaje nunca tuve un asesor confiable.
Esa noche bailamos sin parar. Creo que ni nos detuvimos a hablar con ningún chico. Nos habíamos apoderado de la tarima principal, la más alta que estaba en la entrada y no queríamos ni ir al baño para no perder ese lugar excepcional. La gente nos miraba y hasta a veces parecían copiarnos los pasitos. La pasamos genial.
El problema de aquellas tarimas además de la altura, era la cantidad de chicas que, locas por tener protagonismo coreográfico, rebalsaban el espacio. Por momentos ya no bailábamos sino que hacíamos un paso para la izquierda y otro para la derecha con un meneo importante de cintura para ponerle onda.
La invasión territorial realmente me irritaba. Por eso comencé a eliminar competencia a caderazos. Una por acá, otra por allá y ya teníamos espacio nuevamente para desplazarnos más.
Dicen que el que ríe último ríe mejor. Y la situación posterior sin dudas lo comprueba. En pleno bailoteo de unos de esos temas en los que todas mueren por ser vistas menear, la tarima se plagó de púberes en celo y en una artimaña fallida, Molly, quien les escribe, terminó sepultada en el suelo pegajoso por licuados frutales volcados (en Planet no vendían alcohol pero te vendían un licuado artificial de frutillas que se veía casi como un daikiri).
Mi amiga Stefanía seducida por la gracia de mi caída, no tuvo otra mejor idea que reirse a carcajadas de mí, que desesperadamente le extendía mi brazo para que me rescatara o bien me hiciera desaparecer.
Al no ver una actitud de rescate sino de burla en ella, mi mejor venganza fue tomarla del brazo para hacerla caer conmigo.
No se cómo rayos fue que hizo pero aún siendo casi medio metro mas baja que yo, no sólo resistió mi tironeo sino que se tomó el atrevimiento de burlarse a los gritos de mi reacción acusando que la quise hacer caer y no me salió.
No recuerdo qué sucedió a posteriori pero puedo recordar plenamente como me sentí y todas las desgracias que le deseé en un instante (Stefanía por suerte sigue viva y no la pisó ningún camión)
Las salidas con amig@s constituyen un archivo interesantísimo sobre nuestro crecimiento y las aventuras que dicho proceso implica. Y remontarnos a esos días bien podría ayudarnos a darnos cuenta si seguimos igual de pelotudos o si esa pelotudez mutó en una cultura alterna.
La reflexión la dejo en sus manos.

1 comentario:

  1. jaaaaaaaaaaa.
    Si hablamos de vos y alcohol yo tengo mas recuerdos...
    como tu feliz llegada a la escuela un lunes sin saber lo que habia pasado un fin de semana.
    U otro episodio en alto pelado, que no lo vi con mis propios ojos, si no que me entere cuando llegaste a De javú.

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