Este año en una de las Xperiencias de
TEDx nos regalaron un boucher de 3 días para entrenar en Megathlon,
la ciudad-gimnasio. 'Buenísimo', pensamos mis kilos de más y yo.
Se vencían el treinta de Octubre así
que, fiel a impuntualidad, el veintiocho me presenté en recepción
con mis horribles zapas de correr y remera vieja chivable. Me
hicieron completar unos formularios con preguntas poco relevantes del
tipo 'Cómo se enteró de Megathlon', que respondí con un 'es
bastante grande como para no verlo', entre otros datos personales.
Cual gordita llena de esperanza pasé
el molinete y luego de escanear rápidamente el lugar imaginé la
Moli de la foto del después, saliendo triunfante con un culo que de
tan parado y tonificado se trabaría en la salida.
No daba para pedir ayuda apenas entraba
ni que se notara lo nuevísima que era en esa pasarela de cuadriceps
aceitados y transpiración givenchy así que encaré directo para la
cinta, mi aparato favorito. ' No puede ser muy distinta de las de los
gyms normales', pensé y me alivié al ver el quick start gentilmente
ubicado en el centro de la base de controles.
En Megathlon, todas las máquinas para
chivar apuntan hacia la esquina de Mitre y Tucumán formando un
semicírculo y en ese mismo rincón se dan 'talleres' de abdominales
y ejercicios en serie dictados por algún entrenador del lugar.
La fachada está completamente
vidridada y se ve con la misma definición desde adentro como de
afuera, lo que intimida de igual manera a los timidos que pasan
caminando por la vereda y se sienten observados por los musculosos
como a las mujeres que sudan y son radiografiadas por los babosos que
pasan caminando a un misisipi por hora. Por suerte, este gran
semicirculo está coronado por una hilera de lcds en distintos
canales, para cuando uno se cansa de mirar a la vereda o a la plaza
comunista con sus yonkies de turno.
Caminé rápido unos cinco minutos y
después llevé la velocidad a 8,5 para empezar a trotar.
Automáticamente, todo lo que me colgaba me empezó a molestar: las
tetas, el flequillo, la colita del pelo, los rollos, todo. Me até la
colita más tirante de todos mis años de ballet, me mandé el
flequillo con un moñito rosa al costado -aún sabiendo lo horrible
que me queda- y me acomodé las tetas subiéndome el top deportivo.
Cuando corro, todo me chupa un huevo y soy todo lo anti-sexy que una
mujer puede ser porque lo único que me importa es respirar sin que
un vaso sanguíneo me apuñale y que ningún mechón de pelo se me
pegotee en la cara. A falta de toallita para secarme el sudor, tuve
que llevar un repasador que di vuelta y le pedí que, por ese día,
hiciera de toalla y procurara mostrar el lado blanco en caso de
caerse. La única toalla mediana o pequeña que tenía en casa era la
del bidet así que la descarté como opción al instante, preferí
compartir la tela con vajilla que con, en fin.
Ubiqué rápidamente el 'emergency
stop' para alejarme de él y evitar otro show como el que di una vez
en un gym de barrio cuando sin querer lo apreté y casi me estampo
con el espejo frente a la máquina. Ese día supe que las cintas
responden rápidamente al botón de emergencia y yo que venía
enchufadísima a la matrix maratón con algún techno en mis
auriculares, casi reproduzco la escena de los dibujitos en que algún
personaje se ceba en la bici fija y sale andando.
Eran cerca de las cuatro y éramos
pocos, por suerte.Completé mis veinticinco minutos permitidos y me
mudé al elíptico, uno de los aparatos más flasheros de todo
gimnasio. Es como una cinta pero sin impacto que mezcla los pasos de
Armstrong en su alunizaje con los de Michael Jackson si se mira de
lejos y se hace el esfuerzo de suprimir la máquina.
Estuve otros veinte minutos ahí hasta
que la adherencia de mi remera a la piel, mi cara entre roja y
violeta y la mirada de las flaquitas que no sudan porque no tienen
que más quemar me intimidaba y me mudé al sector fierro.
Bajé del elíptico y me esforcé en
disimular el efecto piernas robotizadas que te deja ese ejercicio
hasta localizar algún instructor que, ahora si, me guiara en el
sector de los chicos pesados. No hizo falta ni preguntar, al minuto
tenía un muchacho a mi disposición que con actitud extremademente
servicial de empresa yankee se ofreció a ayudarme.
-'Quiero hacer algo de piernas pero te
pregunto por las dudas porque estas máquinas son raras y no la
quiero cagar', le dije sin vueltas, como si con la transpiración,
además de sales, hubiera perdido mi poca timidez. Él se sonrió y
me indicó cómo usarla con tanta cordialidad que sospeché que algún
encargado estuviera merodeando por ahí chequeando la atención de
estos pibes.
-'Buenísimo, gracias', le respondí
para que se alejara y me dejara hacer mis caras de sufrimiento en
soledad.
Recorrí otras super máquinas más y
mientras hacía mis últimas series en la prensa, advertí la llegada
de una dupla que se robó la atención de todo el gym. Era un rubio
fortachón que vestía unas calzas cortas negras y una mini versión
suya siguiéndolo por detrás en shortcitos; por el parecido intuí
que eran padre e hijo. Entraron y saludaron a los musculosos del
sector heavy, donde están los chicos XXL que levantan bocha de peso,
gritan raro al hacerlo y sudan poco pero con olor a anabólico. El
pibito era la sombra de su padre, lo seguía e imitaba en cada gesto.
Desfilaron hacia el semicirculo en el que yo había abandonado unas
trescientas calorías, según las máquinas me informaron, donde los
esperaba un entrenador personal alto y con cara de jodido.
'Ni loca me pierdo esto', pensé y de
inmediato pero con disimulo, encaré para allá. Decidí agregar unos
minutos de bici a mi rutina para poder ver el show y me aseguré de
elegir la mejor ubicación.
Los ejercicios parecían tomados de una
rutina de entrenamiento militar pero con un poquito menos de
exigencia y variaban entre salto de soga, abdominales con piques de
pelota contra la pared y trompadas al aire, todo muy intenso y en
serie; yo sufría de sólo verlos.
En cada prueba, padre e hijo competían
y se burlaban de la flojera del otro entre risas que encandilaban el
lugar por el brillo de sus perfectas dentaduras publicitarias. Mi
atención se repartía entre ellos y un capítulo viejísimo de CSI
desde uno de los teles para hacerme la desinteresada; aunque de a
ratos, los tropiezos del pequeño y la risa del padre me encontraban
sonriendo por lo bajo y me mandaba al frente sola.
Era la escena perfecta de un dia de
training burgués de un padre y su hijo en un lujoso lugar donde
todos ríen para mostrar la blancura de sus dientes y el aliento
fresco de chicle caro hasta que la oscuridad asaltó el espectáculo.
Unos chicos de la calle que caminaban
por Mitre se detuvieron al verlos y lejos de disimular su
curiosidad, se sentaron cómodamente sobre el tapialcito de la
fachada del gimnasio como quien se acomoda para ver una función. Se
ubicaron bien en frente de ellos hasta desconcentrarlos por completo
y contagiar la tensión al resto de los presentes que mirábamos de
reojo haciéndonos los boludos.
El entrenador los movió un poco de
escena cambiando el ejercicio pero ellos seguían ahí, con sus risas
burlonas que si bien no se oían, tensionaban el ambiente.
En los aparatos para chivar éramos
pocos, una chica de unos treinti, un señor más grande y yo. Ellos
se dejaron hipnotizar por los teles y yo parecía la única incómoda
por lo que estaba pasando. En momentos como esos uno no sabe si
mostrarse amigable o sorete así que intenté ambos. De a ratos los
miraba y me reía como uniéndome a su juego pero me ahuyentaban
con besos y caras pajeras por lo que desviaba mi vista, resignada.
La escena duró unos cinco minutos pero
la tensión que generaron hizo que pareciera eterna. Son muchos los
que pasan y se quedan mirando y no sorprende que suceda porque el
mismo vidrio parece querer provocarlo, sin embargo puede resultar
incomodísimo según quien sea el espectador.
Yo que estaba ahí gracias a un boucher
sentí la necesidad de demostrar de alguna manera que mi presencia
era circunstancial y me sentí una idiota por pensarlo, como quien
es sorprendido en la escena de un crimen e intenta explicar que nada
tiene que ver con ello.
Esto me dejó pensando y me di cuenta,
también, de que había elegido cintas, bicis y todas máquinas
alejadas de la vidriera-escenario no por vergüenza sino para que
nadie me viera en Megathlon, el gimnasio más careta de la ciudad.
Como si estar en este lugar me jugara en contra o me humillara de
alguna manera.
Cuando pasan cosas así nos damos
cuenta de que el 'nos chupa un huevo lo que piensen' es ilusorio y
que en cierta forma estamos permanentemente cuidando lo que los
otros ven de nosotros mismos. Recordé, de pronto, miles de
situaciones donde me encontré en total desintonía con el entorno y
de alguna manera mostré mi no pertenencia, casi repudio al lugar con
pequeños gestos como una visible cara orto o brazos cruzados.
Vivimos criticando y descubriendo a los
otros en distintas escenas de crímenes que también nosotros
cometemos. Señalamos con tanta dureza a quienes cambian de opinión
que a veces nos tienta más seguir siendo un sorete que cambiar para
mejor.
Los índices acusadores nunca van a
descansar hasta que los nuestros bajen la guardia y quizá, ni cuando
eso suceda. Cualquier cosa que hagamos o dejemos de hacer pasa por
una lupa hipócrita que no reconoce a quien la sostiene sino que
persigue principalmente a quienes más pegada al cuerpo tienen la
remera.
No recuerdo exactamente quién pero un
filósofo que leímos en la facu decía que las ideologías y los
ismos en general acentúan el sufrimiento. Creo que encontré una
escena donde esto se ve bien clarito.
Tal vez por eso le huyo a los grupos
cerrados y me divierto deambulando entre minorías.