martes, 12 de noviembre de 2013

La culpa es de las hormigas

Hace días que tengo hormigas en la cocina. Se abusan de mi pereza para lavar los platos antes de ir a dormir y en la madrugada vienen en patota a invadir la bacha.
No distinguen dulce de salado, irrumpen igual y cubren la mesada de tal manera que, de lejos y sin lentes, parece cubierta por un individual marrón. He llegado a pensar que la makumbera de mi mamá las manda a modo de castigo por no lavar la vajilla. Desde el último clásico viene congelando jugadores de newell's en el freezer así que no me extrañaría que me dedicara un gualicho de fines educativos.
Son tan astutas y perceptivas que apenas me arrimo huyen desesperadas en distintas direcciones, como para marearme. Si bien la mañana es mi momento más optimista del día, desayunarme semejante invasión dejó de causarme gracia por lo que renunciando al consejo patético de Conny Mendez de exigirle a los insectos respeto por mi espacio, directamente las rocío con alcohol y las prendo fuego. Al principio me dolía verlas agonizar pero como sucede con todo, la costumbre me quitó sensibilidad.
Son una plaga, de eso no hay duda; sin embargo tienen ciertas características que las distinguen del resto. Nadie pide desinfectar un bar por una invasión de hormigas, ni siquiera la muni en su actual seguidilla de clausuras mandaría una inspección por unas simpáticas coloradas.
A diferencia de las cucarachas, ellas no ensucian, sólo resaltan tu suciedad. Si aparecen es porque dejaste mermeladas abiertas o cucharas endulzadas a su alcance y las pobrecitas no resisten su adicción a lo dulce.
Cuando se está al sol en algún parque o banco de plaza, el campamento se planta lejos del hormiguero, por rechazo o respeto, quién sabe, pero siempre lejos.
Mi primer jardín de infantes fue 'La hormiguita viajera' y no 'la cucaracha' y dudo que alguna madre mandara a su hijo a alguna institución que la tuviera como personaje de atractivo infantil. Porque las cucarachas son repugnantes, se mueven rápido, pueden volar cuando les conviene y no se dedican al trabajo sino a reproducirse.
Las hormigas, en cambio, se llevan los halagos de quien las mire trabajar, no importa dónde ni qué estén cargando, su incesante labor puede suscitar reclamos y cargadas de los workaholics y trabajadores resentidos hacia los vagos, a los parásitos, a todos esos que, lejos de parecérseles, son mantenidos o se dedican a tener críos para cobrar planes.
Nunca se las ve reproduciéndose y pocas veces comiendo o durmiendo con lo que incluso las teorías marxistas son pisoteadas por las pequeñas alienadas. No se sienten libres en sus funciones vitales sino priorizando el mantenimiento de la colonia, su construcción y la recolección de comida.
Lo que es aún más loable es que tampoco se distraen si una reina o una colorada culona les pasa por al lado mientras trabajan y es impensable que se detengan a gritarle un piropo o guarangada.
El trabajo dignifica y si viene acompañado de sacrificio, el reconocimiento es aún mayor. En la era del capítal, la productividad es mandamiento y parecerse a las hormigas, un elogio.
Por culpa de ellas, los desempleados y los que prefieren trabajar menos para vivir más somos tildados de parásitos o inútiles.

No  es revolucionario quien quema volquetes o dibuja una 'A' dentro de un círculo (el arroba de los informáticos se rió de los anarquistas) sino quien ataca el problema de raíz, bien desde abajo, donde viven las hormigas: la verdadera revolución se emprende aplastando hormigueros.


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