Hace días que tengo hormigas en la
cocina. Se abusan de mi pereza para lavar los platos antes de ir a
dormir y en la madrugada vienen en patota a invadir la bacha.
No distinguen dulce de salado, irrumpen
igual y cubren la mesada de tal manera que, de lejos y sin lentes,
parece cubierta por un individual marrón. He llegado a pensar que la
makumbera de mi mamá las manda a modo de castigo por no lavar la
vajilla. Desde el último clásico viene congelando jugadores de
newell's en el freezer así que no me extrañaría que me dedicara un
gualicho de fines educativos.
Son tan astutas y perceptivas que
apenas me arrimo huyen desesperadas en distintas direcciones, como
para marearme. Si bien la mañana es mi momento más optimista del
día, desayunarme semejante invasión dejó de causarme gracia por lo
que renunciando al consejo patético de Conny Mendez de exigirle a
los insectos respeto por mi espacio, directamente las rocío con
alcohol y las prendo fuego. Al principio me dolía verlas agonizar
pero como sucede con todo, la costumbre me quitó sensibilidad.
Son una plaga, de eso no hay duda; sin
embargo tienen ciertas características que las distinguen del resto.
Nadie pide desinfectar un bar por una invasión de hormigas, ni
siquiera la muni en su actual seguidilla de clausuras mandaría una
inspección por unas simpáticas coloradas.
A diferencia de las cucarachas, ellas
no ensucian, sólo resaltan tu suciedad. Si aparecen es porque
dejaste mermeladas abiertas o cucharas endulzadas a su alcance y las
pobrecitas no resisten su adicción a lo dulce.
Cuando se está al sol en algún parque
o banco de plaza, el campamento se planta lejos del hormiguero, por
rechazo o respeto, quién sabe, pero siempre lejos.
Mi primer jardín de infantes fue 'La
hormiguita viajera' y no 'la cucaracha' y dudo que alguna madre
mandara a su hijo a alguna institución que la tuviera como personaje
de atractivo infantil. Porque las cucarachas son repugnantes, se
mueven rápido, pueden volar cuando les conviene y no se dedican al
trabajo sino a reproducirse.
Las hormigas, en cambio, se llevan los
halagos de quien las mire trabajar, no importa dónde ni qué estén
cargando, su incesante labor puede suscitar reclamos y cargadas de
los workaholics y trabajadores resentidos hacia los vagos, a los
parásitos, a todos esos que, lejos de parecérseles, son mantenidos
o se dedican a tener críos para cobrar planes.
Nunca se las ve reproduciéndose y
pocas veces comiendo o durmiendo con lo que incluso las teorías
marxistas son pisoteadas por las pequeñas alienadas. No se sienten
libres en sus funciones vitales sino priorizando el mantenimiento de
la colonia, su construcción y la recolección de comida.
Lo que es aún más loable es que
tampoco se distraen si una reina o una colorada culona les pasa por
al lado mientras trabajan y es impensable que se detengan a gritarle
un piropo o guarangada.
El trabajo dignifica y si viene
acompañado de sacrificio, el reconocimiento es aún mayor. En la era
del capítal, la productividad es mandamiento y parecerse a las
hormigas, un elogio.
Por culpa de ellas, los desempleados y
los que prefieren trabajar menos para vivir más somos tildados de
parásitos o inútiles.
No es revolucionario quien quema volquetes o dibuja una 'A' dentro de un círculo (el arroba de los informáticos se rió de los anarquistas) sino quien ataca el problema de raíz, bien desde abajo, donde viven las hormigas: la verdadera revolución se emprende aplastando hormigueros.
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