viernes, 1 de noviembre de 2013

La mirada desde la vereda: el espectador que incomoda

Este año en una de las Xperiencias de TEDx nos regalaron un boucher de 3 días para entrenar en Megathlon, la ciudad-gimnasio. 'Buenísimo', pensamos mis kilos de más y yo.
Se vencían el treinta de Octubre así que, fiel a impuntualidad, el veintiocho me presenté en recepción con mis horribles zapas de correr y remera vieja chivable. Me hicieron completar unos formularios con preguntas poco relevantes del tipo 'Cómo se enteró de Megathlon', que respondí con un 'es bastante grande como para no verlo', entre otros datos personales.
Cual gordita llena de esperanza pasé el molinete y luego de escanear rápidamente el lugar imaginé la Moli de la foto del después, saliendo triunfante con un culo que de tan parado y tonificado se trabaría en la salida.
No daba para pedir ayuda apenas entraba ni que se notara lo nuevísima que era en esa pasarela de cuadriceps aceitados y transpiración givenchy así que encaré directo para la cinta, mi aparato favorito. ' No puede ser muy distinta de las de los gyms normales', pensé y me alivié al ver el quick start gentilmente ubicado en el centro de la base de controles.
En Megathlon, todas las máquinas para chivar apuntan hacia la esquina de Mitre y Tucumán formando un semicírculo y en ese mismo rincón se dan 'talleres' de abdominales y ejercicios en serie dictados por algún entrenador del lugar.
La fachada está completamente vidridada y se ve con la misma definición desde adentro como de afuera, lo que intimida de igual manera a los timidos que pasan caminando por la vereda y se sienten observados por los musculosos como a las mujeres que sudan y son radiografiadas por los babosos que pasan caminando a un misisipi por hora. Por suerte, este gran semicirculo está coronado por una hilera de lcds en distintos canales, para cuando uno se cansa de mirar a la vereda o a la plaza comunista con sus yonkies de turno.
Caminé rápido unos cinco minutos y después llevé la velocidad a 8,5 para empezar a trotar. Automáticamente, todo lo que me colgaba me empezó a molestar: las tetas, el flequillo, la colita del pelo, los rollos, todo. Me até la colita más tirante de todos mis años de ballet, me mandé el flequillo con un moñito rosa al costado -aún sabiendo lo horrible que me queda- y me acomodé las tetas subiéndome el top deportivo. Cuando corro, todo me chupa un huevo y soy todo lo anti-sexy que una mujer puede ser porque lo único que me importa es respirar sin que un vaso sanguíneo me apuñale y que ningún mechón de pelo se me pegotee en la cara. A falta de toallita para secarme el sudor, tuve que llevar un repasador que di vuelta y le pedí que, por ese día, hiciera de toalla y procurara mostrar el lado blanco en caso de caerse. La única toalla mediana o pequeña que tenía en casa era la del bidet así que la descarté como opción al instante, preferí compartir la tela con vajilla que con, en fin.
Ubiqué rápidamente el 'emergency stop' para alejarme de él y evitar otro show como el que di una vez en un gym de barrio cuando sin querer lo apreté y casi me estampo con el espejo frente a la máquina. Ese día supe que las cintas responden rápidamente al botón de emergencia y yo que venía enchufadísima a la matrix maratón con algún techno en mis auriculares, casi reproduzco la escena de los dibujitos en que algún personaje se ceba en la bici fija y sale andando.
Eran cerca de las cuatro y éramos pocos, por suerte.Completé mis veinticinco minutos permitidos y me mudé al elíptico, uno de los aparatos más flasheros de todo gimnasio. Es como una cinta pero sin impacto que mezcla los pasos de Armstrong en su alunizaje con los de Michael Jackson si se mira de lejos y se hace el esfuerzo de suprimir la máquina.
Estuve otros veinte minutos ahí hasta que la adherencia de mi remera a la piel, mi cara entre roja y violeta y la mirada de las flaquitas que no sudan porque no tienen que más quemar me intimidaba y me mudé al sector fierro.
Bajé del elíptico y me esforcé en disimular el efecto piernas robotizadas que te deja ese ejercicio hasta localizar algún instructor que, ahora si, me guiara en el sector de los chicos pesados. No hizo falta ni preguntar, al minuto tenía un muchacho a mi disposición que con actitud extremademente servicial de empresa yankee se ofreció a ayudarme.
-'Quiero hacer algo de piernas pero te pregunto por las dudas porque estas máquinas son raras y no la quiero cagar', le dije sin vueltas, como si con la transpiración, además de sales, hubiera perdido mi poca timidez. Él se sonrió y me indicó cómo usarla con tanta cordialidad que sospeché que algún encargado estuviera merodeando por ahí chequeando la atención de estos pibes.
-'Buenísimo, gracias', le respondí para que se alejara y me dejara hacer mis caras de sufrimiento en soledad.
Recorrí otras super máquinas más y mientras hacía mis últimas series en la prensa, advertí la llegada de una dupla que se robó la atención de todo el gym. Era un rubio fortachón que vestía unas calzas cortas negras y una mini versión suya siguiéndolo por detrás en shortcitos; por el parecido intuí que eran padre e hijo. Entraron y saludaron a los musculosos del sector heavy, donde están los chicos XXL que levantan bocha de peso, gritan raro al hacerlo y sudan poco pero con olor a anabólico. El pibito era la sombra de su padre, lo seguía e imitaba en cada gesto. Desfilaron hacia el semicirculo en el que yo había abandonado unas trescientas calorías, según las máquinas me informaron, donde los esperaba un entrenador personal alto y con cara de jodido.
'Ni loca me pierdo esto', pensé y de inmediato pero con disimulo, encaré para allá. Decidí agregar unos minutos de bici a mi rutina para poder ver el show y me aseguré de elegir la mejor ubicación.
Los ejercicios parecían tomados de una rutina de entrenamiento militar pero con un poquito menos de exigencia y variaban entre salto de soga, abdominales con piques de pelota contra la pared y trompadas al aire, todo muy intenso y en serie; yo sufría de sólo verlos.
En cada prueba, padre e hijo competían y se burlaban de la flojera del otro entre risas que encandilaban el lugar por el brillo de sus perfectas dentaduras publicitarias. Mi atención se repartía entre ellos y un capítulo viejísimo de CSI desde uno de los teles para hacerme la desinteresada; aunque de a ratos, los tropiezos del pequeño y la risa del padre me encontraban sonriendo por lo bajo y me mandaba al frente sola.
Era la escena perfecta de un dia de training burgués de un padre y su hijo en un lujoso lugar donde todos ríen para mostrar la blancura de sus dientes y el aliento fresco de chicle caro hasta que la oscuridad asaltó el espectáculo.
Unos chicos de la calle que caminaban por Mitre se detuvieron al verlos y lejos de disimular su curiosidad, se sentaron cómodamente sobre el tapialcito de la fachada del gimnasio como quien se acomoda para ver una función. Se ubicaron bien en frente de ellos hasta desconcentrarlos por completo y contagiar la tensión al resto de los presentes que mirábamos de reojo haciéndonos los boludos.
El entrenador los movió un poco de escena cambiando el ejercicio pero ellos seguían ahí, con sus risas burlonas que si bien no se oían, tensionaban el ambiente.
En los aparatos para chivar éramos pocos, una chica de unos treinti, un señor más grande y yo. Ellos se dejaron hipnotizar por los teles y yo parecía la única incómoda por lo que estaba pasando. En momentos como esos uno no sabe si mostrarse amigable o sorete así que intenté ambos. De a ratos los miraba y me reía como uniéndome a su juego pero me ahuyentaban con besos y caras pajeras por lo que desviaba mi vista, resignada.
La escena duró unos cinco minutos pero la tensión que generaron hizo que pareciera eterna. Son muchos los que pasan y se quedan mirando y no sorprende que suceda porque el mismo vidrio parece querer provocarlo, sin embargo puede resultar incomodísimo según quien sea el espectador.
Yo que estaba ahí gracias a un boucher sentí la necesidad de demostrar de alguna manera que mi presencia era circunstancial y me sentí una idiota por pensarlo, como quien es sorprendido en la escena de un crimen e intenta explicar que nada tiene que ver con ello.
Esto me dejó pensando y me di cuenta, también, de que había elegido cintas, bicis y todas máquinas alejadas de la vidriera-escenario no por vergüenza sino para que nadie me viera en Megathlon, el gimnasio más careta de la ciudad. Como si estar en este lugar me jugara en contra o me humillara de alguna manera.
Cuando pasan cosas así nos damos cuenta de que el 'nos chupa un huevo lo que piensen' es ilusorio y que en cierta forma estamos permanentemente cuidando lo que los otros ven de nosotros mismos. Recordé, de pronto, miles de situaciones donde me encontré en total desintonía con el entorno y de alguna manera mostré mi no pertenencia, casi repudio al lugar con pequeños gestos como una visible cara orto o brazos cruzados.
Vivimos criticando y descubriendo a los otros en distintas escenas de crímenes que también nosotros cometemos. Señalamos con tanta dureza a quienes cambian de opinión que a veces nos tienta más seguir siendo un sorete que cambiar para mejor.
Los índices acusadores nunca van a descansar hasta que los nuestros bajen la guardia y quizá, ni cuando eso suceda. Cualquier cosa que hagamos o dejemos de hacer pasa por una lupa hipócrita que no reconoce a quien la sostiene sino que persigue principalmente a quienes más pegada al cuerpo tienen la remera.
No recuerdo exactamente quién pero un filósofo que leímos en la facu decía que las ideologías y los ismos en general acentúan el sufrimiento. Creo que encontré una escena donde esto se ve bien clarito.

Tal vez por eso le huyo a los grupos cerrados y me divierto deambulando entre minorías.


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