'Cambiá la nena
que vamos a comer', gritaba mi papá y mi mamá corría
a vestirme interrumpiendo la coreo o cuentito que estuviera inventando. No porque le llevara mucho tiempo decidir qué ponerme
sino porque tenía una obsesión con hacerme trencitas y tardaba
en trazar esa raya al medio rectilinea que me atravesaba el cráneo.
Al menos un día
del fin de semana, con mis viejos se salía a comer afuera. No
importaba si habían discutido minutos antes o si yo inventaba
exámenes al día siguiente para no ir y quedarme estudiando, el plan
se concretaba siempre.
Mi mamá me vestía
con alguno de los vestiditos floreados que saturaban mi placard y me
ponía los zapatitos o guillerminas con medias de boladitos blancas;
'las que tienen pollerita', decía yo.
La elección del
lugar dependía del día y del nivel de impaciencia de mi padre para esperar una mesa. Los
viernes comíamos pizza o comida rápida y los sábados pasta o
asado, pero por lo general disputábamos entre 'Mengano' o 'La
Huella'. A mi me daba igual, me comía todo donde fuera que me
llevaran. 'Es de buen comer', decían en mi familia. Lo cierto es que
de chiquita, cuando mi mamá se iba a trabajar, yo visitaba a Mario,
el vecino de la fábrica de al lado y le decía que no me habían
dado de comer. Mi actuación era tan brillante que, al tiempo, el
vecino citó a mi mamá para preguntarle si necesitaba plata o
prefería que él me diera de comer porque 'no podés dejar la nena
sin almorzar, Cristina'. Por supuesto que le explicó que era una
farsante y que le decía eso para comer dos veces porque era una
gorda. Mario le creyó y hasta le causó gracia mi gula así que volví a la aburrida rutina de un almuerzo por día.
Cuando salíamos
los tres, las cenas eran súper aburridas. Mis papás hablaban sobre
cosas de viejos o muy difíciles de seguir por lo que un día comencé a
llevar a mis hijos. Los iba turnando para que todos conocieran la
ciudad pero lo cierto es que los elegía según el lugar al que
decidíamos ir y por cómo se venían portando: Luli y Fidel eran los
más afortunados. Luli era una muñeca de trapo bastante vieja que
sobrevivía al calvario del lavarropas al que la obsesiva de mi mamá
la sometía y Fidel era un oso blanco muy simpático y popular
entre sus compañeros de curso que, por su albinismo, también
cumplía la condena del lavado.
Como toda madre,
siempre busqué el bienestar de mis hijos, sólo que pocos podían
apreciarlo. Mi mamá me entendió desde la primera vez, mi papá
creyó que ambas éramos unas ridículas y le sonreía al mozo como
certificando nuestra locura. A mí, poco me importaba; jamás sentí pudor en
reclamar una silla de bebé para ellos. Para que podamos comer
tranquilas y cuidar a nuestros pequeños, un ingenioso creó esta
maravilla, ¿por qué no utilizarla?.
Algunos me
respondían creyéndome cachorra o bebé recién nacida, como si
exagerando los agudos y pronunciando mal a propósito me fuesen a
caer mejor. Otros mozos, mucho más educados, consentían mi pedido
en su timbre natural de voz y si había, también me daban un
almohadón.
A ellos les
resultaba tan tierno que, a veces, quedaban perplejos y tardaban en
reaccionar.
'¡Ustedes están
locas, cómo van a pedir una silla para el peluche de la piba?!', se
quejaba mi papá. Para él, lo 'normal' era pedir una silla para
sentar las carteras o 'papeles importantes' al lado. Pero ni los
bolsos comen ni los archivos hablan, están ahí al lado sin siquiera
vernos comer. No podemos dotarlos de vida, tomarlos de la mano para
cruzar la calle ni hacer naricita con ellos. Mucho menos ponerles
nombre o meterlos en el asiento del changuito del super. Sin
embargo, nadie mira mal a quienes piden lugar para sus cosas o las
personifican para, quizás, sentirse menos solos.
La ceguera de la
adultez nos hace ver como delirantes a quienes hablan con muñecos
y cuerdos a los que caminan y entran a un kiosko a comprar cigarrillos
sin dejar de hablar por celular con manos libres. Es evidente que nos
faltó jugar.
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