domingo, 26 de agosto de 2012

Cuando hacer el ridículo se vuelve hobby (presentación)


‘De los cuernos y la muerte no se salva nadie’, dicen por ahí. No me opongo pero le agregaría otra cosita más: ‘del ridículo tampoco’.
Sin duda alguna, todos hemos sentido alguna vez ese calorcito propio del pudor que nos recorre de pie a cabeza y nos deja las mejillas bordo, como con una sobredosis de rubor o, nos hace decir pelotudeces que nosotros creemos que nos zafan pero terminan hundiéndonos aún más.
Es cierto, también, que quienes padecemos este tipo de situaciones con mayor frecuencia nos caracterizamos por ser principalmente impulsivos. La gente algo más reservada suele esquivar la escena ridícula con más facilidad pero estoy segura de que cuando la atraviesan, deben sufrir el doble que nosotros, los habitué, que habiendo desarrollado cierto grado de cotidianeidad con ella, terminamos haciendo públicos aquellos momentos que, de tan ridículos, creemos que merecen ser contados.

Es por eso que voy a inaugurar hoy una ‘sección’ de este blog que dedicaré a mis payadas mensuales- semanales de mayor relevancia (cuando aprenda a organizar mis publicaciones por temas verán esto que les digo) para que vean que no soy una feminista empedernida que dedica un blog al escracho de boludos anónimos.
Una de las escenas ridículas que les voy a contar hoy pasó, en verdad, hace ya unos meses y la otra hace semanitas pero decidí reunirlas en esta publicación porque ambas tratan el mismo tema: mi intimidad sexual.
Como habrán leído en el post anterior, de púber, crecí leyendo revistas boludas que te enseñan a elevar tu superficialidad mental a una altísima potencia (y a crear una dependencia horrible con tu media naranja) pero te llenan de consejos sobre cómo mantenerlo hipnotizado y rendido a tus pies (para que, idealmente, vos no vuelvas a trabajar en tu vida). 
Uno de los consejos principales, un must diría la ‘Cosmopolitan’, es mantener encendida la llama y para eso te sugieren pequeños gestos como mandarle mails o mensajitos de textos eróticos, hablándole sucio, como les gusta decir a las revistas.
Quizás sea una secuela de mi período Cosmopolitan pero admito que hay varios tips que, a veces inconscientemente, sigo, aunque no tan al pie de la letra. Hasta el momento parece funcionar (y sino pregúntele a él).
Fue así que tras una tarde de mucho estudio y poco ocio, decidí, como excusa para un  recreo, mandarle un mensajito a mi novio contándole cómo estaba y adelantándole lo que planeaba hacerle apenas lo viera. Por supuesto que el contenido del mensajito de texto era de alto voltaje y gran definición, por no decir muy explícito y el fin no era otro más que calentarlo.
Debo aclararle que esa tarde estaba en el comedor de la casa de mi hermana mayor mientras ella miraba tele desde la cama con mi cuñado en su pieza, que está apenas a unos metros de donde yo estudiaba.
No pasaron treinta segundos luego de apretar el Send y ver el ‘enviado’ en la pantalla de mi precario celular que un estallido de risas se escuchó desde la habitación de mi hermana.
‘Un momento crucial en el programa de chimentos centroamericano que mira mi hermana’, pensé.
Pero bastó con ver el nombre de mi cuñado en el buzón de entrada de mi teléfono para darme cuenta que no era de ninguna novela sino de mi que se reían tanto.
Las manoteadas, cochinadas y pedidos de favores  para mi novio habían sido mandados a mi cuñado que, con total diplomacia, me agradeció la oferta pero me pidió que revisara el número del destinatario.
Creo que si había una fase de mí por revelar ante él, que me conoce desde los 5 años, era ésta, la de porno star virtual no correspondida, fiel discípula de los consejos para mantener la plenitud sexual de revistas femeninas.
El pudor fue inevitable pero, revisando luego el orden en mi lista de contactos del teléfono, agradecí infinitamente al ordenamiento planetario que produjo ese error por haber sido mi cuñado y no un simple conocido de la vida el destinatario de mis deseos sexuales.
Pero esto no termina acá. Meses posteriores a este incidente, hace unas semanas atrás para ser más específica, volví a dar la nota, se ve que extrañaba este tipo de papelones en mi vida así que decidí repetirlo, esta vez en casa de mi suegra.
Hace un tiempo que prácticamente vivo con la familia de mi novio así que, imagínense que, para  mí, el riesgo de hacer el ridículo se duplicó notablemente.
Mis hábitos y conducta sexual, pese a la convivencia, se mantienen intactos pero requieren de un doble esfuerzo por mantenernos motivados porque, convivir, nos saca la careta  y nos vuelve monótonos y aburridos y yo no quiero terminar cocinando en pijamas con mi suegra mientras mi novio, junto a los otros hombres de la familia, hacen las cosas de hombre (me toco la teta izquierda).
‘Ahora que lo tengo en vivo y en directo conmigo puedo ahorrar crédito y decirle las cosas en la cara o al oído’, pensé entusiasta.
Su pieza, que por suerte está en otro piso,  es casi una monoambiente aparte. Lo único malo es que se sube a ella desde la cocina-comedor de su casa que es el centro de reunión familiar por excelencia.
Y si algo aprendí, después de un monólogo erótico de despedida que le di mientras bajaba las escaleras para irme, es la importancia de cerrar esa puertita en particular que conecta la pieza con el abajo, la cocina, el pueblo.
Si mi suegra creía conocer a mi novio, luego de ese discurso se enteró de sus hábitos en la sexualidad ( o de lo puta que es su nuera).
Nunca lo olviden. Las puertas están para algo, ciérrenlas si no quieren hacer de la habitación un auditorio.
Lo mismo con la telefonía celular. Las preguntas, a veces reiterativas que nos hacen los celulares para confirmar el destinatario son prueba de algo: somos muchos los pelotudos que pifiamos el contacto.
El ridículo está siempre al acecho de nuestra impulsividad, cuidense!


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