‘De los
cuernos y la muerte no se salva nadie’, dicen por ahí. No me opongo pero le
agregaría otra cosita más: ‘del ridículo tampoco’.
Sin duda
alguna, todos hemos sentido alguna vez ese calorcito propio del pudor que nos
recorre de pie a cabeza y nos deja las mejillas bordo, como con una sobredosis
de rubor o, nos hace decir pelotudeces que nosotros creemos que nos zafan pero
terminan hundiéndonos aún más.
Es cierto,
también, que quienes padecemos este tipo de situaciones con mayor frecuencia
nos caracterizamos por ser principalmente impulsivos. La gente algo más
reservada suele esquivar la escena ridícula con más facilidad pero estoy segura
de que cuando la atraviesan, deben sufrir el doble que nosotros, los habitué, que habiendo desarrollado cierto
grado de cotidianeidad con ella, terminamos haciendo públicos aquellos momentos
que, de tan ridículos, creemos que merecen ser contados.
Es por eso
que voy a inaugurar hoy una ‘sección’ de este blog que dedicaré a mis payadas
mensuales- semanales de mayor relevancia (cuando aprenda a organizar mis publicaciones
por temas verán esto que les digo) para que vean que no soy una feminista
empedernida que dedica un blog al escracho de boludos anónimos.
Una de las
escenas ridículas que les voy a contar hoy pasó, en verdad, hace ya unos meses y
la otra hace semanitas pero decidí reunirlas en esta publicación porque ambas
tratan el mismo tema: mi intimidad sexual.
Como habrán
leído en el post anterior, de púber, crecí leyendo revistas boludas que te
enseñan a elevar tu superficialidad mental a una altísima potencia (y a
crear una dependencia horrible con tu media
naranja) pero te llenan de consejos sobre cómo mantenerlo hipnotizado y
rendido a tus pies (para que, idealmente, vos no vuelvas a trabajar en tu vida).
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi22G2dkbC7c7RgyLeZXpHHHX0oUZenH48NsP-t81WTZxFTuU12YV3vUt42dX8tNaocTLVqJ9TnLWw3XVu3eDduI2BF3nHwz0AkfmgD29dHjwwD6DL9ub3AWMO_MgflWtCq6eyjj6HZtBcq/s320/blog2.jpg)
Quizás sea
una secuela de mi período Cosmopolitan pero
admito que hay varios tips que, a veces inconscientemente, sigo, aunque no tan
al pie de la letra. Hasta el momento parece funcionar (y sino pregúntele a él).
Fue así que
tras una tarde de mucho estudio y poco ocio, decidí, como excusa para un recreo, mandarle un mensajito a mi novio contándole
cómo estaba y adelantándole lo que planeaba hacerle apenas lo viera. Por supuesto
que el contenido del mensajito de texto era de alto voltaje y gran definición,
por no decir muy explícito y el fin no era otro más que calentarlo.
Debo
aclararle que esa tarde estaba en el comedor de la casa de mi hermana mayor mientras
ella miraba tele desde la cama con mi cuñado en su pieza, que está apenas a unos
metros de donde yo estudiaba.
No pasaron
treinta segundos luego de apretar el Send
y ver el ‘enviado’ en la pantalla de mi precario celular que un estallido de
risas se escuchó desde la habitación de mi hermana.
‘Un momento
crucial en el programa de chimentos centroamericano que mira mi hermana’,
pensé.
Pero bastó
con ver el nombre de mi cuñado en el buzón de entrada de mi teléfono para darme
cuenta que no era de ninguna novela sino de mi que se reían tanto.
Las manoteadas, cochinadas y pedidos de favores para mi novio habían sido mandados a mi cuñado
que, con total diplomacia, me agradeció la oferta pero me pidió que revisara el
número del destinatario.
Creo que si
había una fase de mí por revelar ante él, que me conoce desde los 5 años, era
ésta, la de porno star virtual no
correspondida, fiel discípula de los consejos para mantener la plenitud sexual de revistas femeninas.
El pudor
fue inevitable pero, revisando luego el orden en mi lista de contactos del teléfono,
agradecí infinitamente al ordenamiento planetario que produjo ese error por
haber sido mi cuñado y no un simple conocido de la vida el destinatario de mis
deseos sexuales.
Pero esto
no termina acá. Meses posteriores a este incidente, hace unas semanas atrás
para ser más específica, volví a dar la
nota, se ve que extrañaba este tipo de papelones en mi vida así que decidí
repetirlo, esta vez en casa de mi suegra.
Hace un
tiempo que prácticamente vivo con la familia de mi novio así que, imagínense que,
para mí, el riesgo de hacer el ridículo
se duplicó notablemente.
Mis hábitos
y conducta sexual, pese a la convivencia, se mantienen intactos pero requieren
de un doble esfuerzo por mantenernos motivados porque, convivir, nos saca la
careta y nos vuelve monótonos y
aburridos y yo no quiero terminar cocinando en pijamas con mi suegra mientras
mi novio, junto a los otros hombres de la familia, hacen las cosas de hombre (me toco la teta
izquierda).
‘Ahora que
lo tengo en vivo y en directo conmigo puedo ahorrar crédito y decirle las cosas
en la cara o al oído’, pensé entusiasta.
Su pieza,
que por suerte está en otro piso, es
casi una monoambiente aparte. Lo único malo es que se sube a ella desde la
cocina-comedor de su casa que es el centro de reunión familiar por excelencia.
Y si algo
aprendí, después de un monólogo erótico de despedida que le di mientras bajaba las escaleras para irme, es la importancia de cerrar esa
puertita en particular que conecta la pieza con el abajo, la cocina, el pueblo.
Si mi
suegra creía conocer a mi novio, luego de ese discurso se enteró de sus hábitos
en la sexualidad ( o de lo puta que es su nuera).
Nunca lo
olviden. Las puertas están para algo, ciérrenlas si no quieren hacer de la
habitación un auditorio.
Lo mismo
con la telefonía celular. Las preguntas, a veces reiterativas que nos hacen los
celulares para confirmar el destinatario son prueba de algo: somos muchos los
pelotudos que pifiamos el contacto.
El ridículo
está siempre al acecho de nuestra impulsividad, cuidense!
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