viernes, 13 de septiembre de 2013

Culpa y SPM (síndrome pre-menstrual)

Cuando se está al pedo se piensa demasiado. Y demasiado nunca es bueno. Pienso en pelotudeces asegurándome de no pensar en cosas que realmente merecen mi atención, como para no ponerme la gorra contra mi misma en mi tarde libre.
La ansiedad es fuerte y mi resistencia a limpiar pese al desastre que hay en mi casa me hace sentir un poco culpable. Empiezo a pensar en la culpa y sus diferentes categorías.
De pronto, me invento y auto-dedico una nueva culpa que decido llamar 'sentite culpable por no sentir culpa, forra'. El forra del final es crucial, fija e intensifica la magnitud del agravio.
Pienso y me esfuerzo en recordar cuando fue la última vez que lloré y la culpa aumenta aún más. Pienso en la gente que no tiene para comer, me diseño un inventario de todas las cosas riquísimas que estuve comiendo y autorizo el advenimiento de mis nuevos rollos que, para el momento, parecen encaminarse a una merecida obesidad.
Me recrimino no agradecer al universo o algún Dios copado el hecho de estar viva como debiera hacer a diario en el zafu que, de buena fe, me prestó mi psicólogo trascendental para meditar más cómoda y que está ahora juntando polvo en mi placard. Pienso también en el próximo renglón pero al revisar este último me siento careta por haber usado el término trascendental, por más que Iván lo merezca, porque quizás nunca haya trascendido y porque puede que lo que creí 'ver' meditando hayan sido vocecitas internas que me agarraban para la joda. Me reprocho, también, la posibilidad de haber chamuyado a mi propio psicólogo.
Sigo recapacitando y me doy cuenta de que la mitad de las cosas que vengo pensando son, en verdad, propias del discurso de mi vieja y entonces me acuerdo de Jodorowsky y la apropiación del discurso materno-paterno y sumo a mi ranking de culpas el no haber matado a ninguno de mis padres. Con esto lloro el doble y con lágrimas más saladas.
Pienso, por último y entre mocos, en el síndrome de Sjöbren y en la gente que no puede llorar y me siento más mierda aún. Investigo más sobre la enfermedad y me entero de que, además de no poder llorar, esta gente no puede salivar ni lubricarse. Osea, no se les hace agüita la boca ni pueden coger sin la ayuda de liquiditos por lo que se pierden de dos de las tres fuentes 'C' de placer: cagar- comer- coger.
De la nada, un timbrazo me interrumpe la tarde culpógena. Raro. La gente que me visita suele consultarme antes. Trago saliva (aún pensando en los enfermos de Sjöbren) y atiendo el portero. Un señor de acento extraño me ofrece escobas. Me enternezco y salgo a la puerta con mis lentes puestos para taparme la cara de llanto.
Me muestra las escobas y escobillones que vende y que, seguramente, viene cargando hace kilómetros en su espalda. La culpa vuelve a invadirme y me obliga a comprarle una.
'Me gusta ésta, cuánto está?', le pregunto fingiendo interés sólo para hacerlo sentir bien.
'Esa está $40, nena'. Sin dudarlo y sintiendo compasión por su cara de cansancio y el estado de su calzado, le compro la escoba.
Vuelvo a entrar a casa y dejando, de a poco, enfriar mi sentimiento de culpa, me doy cuenta de que fui culiada por un vendedor que me encajó una escoba de mierda a $40.
La bronca rápidamente se vuelve alegría. Con todo lo que lloré y con lo que gasté por ayudar a un estafador ambulante tiro para largo rato más sin culpa por no sentir culpa.

Las hormonas no me dejan medir con claridad la llorabilidad de las situaciones, pero según cómo las administre, me pueden ayudar a sentirme menos mierda.

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