Cuando se está al pedo se
piensa demasiado. Y demasiado nunca es bueno. Pienso en pelotudeces
asegurándome de no pensar en cosas que realmente merecen mi atención,
como para no ponerme la gorra contra mi misma en mi tarde libre.
La ansiedad es fuerte y mi
resistencia a limpiar pese al desastre que hay en mi casa me hace
sentir un poco culpable. Empiezo a pensar en la culpa y sus
diferentes categorías.
De pronto, me invento y
auto-dedico una nueva culpa que decido llamar 'sentite culpable por
no sentir culpa, forra'. El forra del final es crucial, fija e
intensifica la magnitud del agravio.
Pienso y me esfuerzo en
recordar cuando fue la última vez que lloré y la culpa aumenta aún
más. Pienso en la gente que no tiene para comer, me diseño un
inventario de todas las cosas riquísimas que estuve comiendo y
autorizo el advenimiento de mis nuevos rollos que, para el momento,
parecen encaminarse a una merecida obesidad.
Me recrimino no agradecer
al universo o algún Dios copado el hecho de estar viva como debiera
hacer a diario en el zafu que, de buena fe, me prestó mi
psicólogo trascendental para meditar más cómoda y que está ahora
juntando polvo en mi placard. Pienso también en el próximo renglón
pero al revisar este último me siento careta por haber usado el
término trascendental, por más que Iván lo merezca, porque quizás
nunca haya trascendido y porque puede que lo que creí 'ver'
meditando hayan sido vocecitas internas que me agarraban para la
joda. Me reprocho, también, la posibilidad de haber chamuyado a mi propio
psicólogo.
Sigo recapacitando y me doy
cuenta de que la mitad de las cosas que vengo pensando son, en
verdad, propias del discurso de mi vieja y entonces me acuerdo de
Jodorowsky y la apropiación del discurso materno-paterno y sumo a mi
ranking de culpas el no haber matado a ninguno de mis padres. Con
esto lloro el doble y con lágrimas más saladas.
Pienso, por último
y entre mocos, en el síndrome de Sjöbren y en la gente que no
puede llorar y me siento más mierda aún. Investigo más sobre la
enfermedad y me entero de que, además de no poder llorar, esta gente
no puede salivar ni lubricarse. Osea, no se les hace agüita la boca
ni pueden coger sin la ayuda de liquiditos por lo que se pierden de
dos de las tres fuentes 'C' de placer: cagar- comer-
coger.
De
la nada, un timbrazo me interrumpe la tarde culpógena. Raro. La
gente que me visita suele consultarme antes. Trago saliva (aún
pensando en los enfermos de Sjöbren) y atiendo el portero. Un señor
de acento extraño me ofrece escobas. Me enternezco y salgo a la
puerta con mis lentes puestos para taparme la cara de llanto.
Me
muestra las escobas y escobillones que vende y que, seguramente,
viene cargando hace kilómetros en su espalda. La culpa vuelve a
invadirme y me obliga a comprarle una.
'Me
gusta ésta, cuánto está?', le pregunto fingiendo interés sólo
para hacerlo sentir bien.
'Esa
está $40, nena'. Sin dudarlo y sintiendo compasión por su cara de
cansancio y el estado de su calzado, le compro la escoba.
Vuelvo
a entrar a casa y dejando, de a poco, enfriar mi sentimiento de
culpa, me doy cuenta de que fui culiada por un vendedor que me encajó
una escoba de mierda a $40.
La
bronca rápidamente se vuelve alegría. Con todo lo que lloré y con
lo que gasté por ayudar a un estafador ambulante tiro para largo
rato más sin culpa por no sentir culpa.
Las
hormonas no me dejan medir con claridad la llorabilidad de las
situaciones, pero según cómo las administre, me pueden ayudar a
sentirme menos mierda.
Genia!!
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