Es increíble como ciertos
episodios traumáticos en la infancia pueden tener tanta repercusión
en nuestra adultez. Es probable que no recordemos qué comimos ayer
al mediodía pero apenas oímos la palabra traumático,
nuestra jodida memoria nos bombardea con recuerdos horripilantes que
se resisten al 'vaciar papelera' cerebral y parecen haber comprado un
lote en nuestra cabeza.
La mayoría de estos
episodios ocurren en la infancia o temprana adolescencia y nos toman
tanto cariño que pueden acompañarnos de por vida.
Siguiendo la costumbre de
Álvaro que hace ranking hasta con los peores garcos de su vida,
podría situar casi en el podio de mis momentos de mierda al
ocurrido en la clase de música de la seño Edith.
Mi escuela se caracterizó,
al menos en los 90s, por tener seños y profes de música poco
pedagógicas o, si se quiere, tan preocupadas por la afinación de
nuestras vocecitas que olvidaban que también éramos niñas
inestables con lugar de sobra para sembrar y cultivar nuevas
inseguridades.
A los ocho años es natural
tener algún que otro tic nervioso o costumbre extraña que
delatara nuestro prematuro desequilibrio mental. En mi curso no
sólo había variedad sino que estaban las más patológicas: desde
una simple onicofagia (comerse la uñas) hasta un extraño hábito
que tenía una compañerita que, de la nada, se sostenía de la ingle
y agachaba levemente. Era una suerte de demi-plié de danza clásica
o un hipo vaginal que la obligaba acurrucarse un poco. Rarísimo,
nosotras nunca salíamos de nuestro asombro y conjeturábamos sobre
los posibles trastornos que Evelyn podía haber tenido.
Vanesa, la de los cumpleaños
en el Duende Azul, metía la palabra 'pero' en cualquier lado
desmeritando cualquier cosa que decía y provocando la risa, sólo a
veces secreta, del curso entero.
Yo, más clásica pero no
menos desagradable, me comía apasionadamente los mocos. El deseo era
incontenible y poco me importaba si había gente alrededor, yo tenía
que sacármelos y con algún que otro malabar de por medio, hacerlo
llegar a mi boca.
'¡Asquerosa! ¡Con la
cantidad de bichos que tienen los mocos vos te los andás comiendo!',
me decían en casa cada vez que me descubrían. Pero tampoco me
importaba. Si estaba en el auto, bastaba con salir del perímetro del
espejo retrovisor para abstraerme de la realidad en mi salada cacería
de mocos.
Mi destreza era tal que mis
dedos índice y meñique parecían danzar en vez de excavar mi
naricita. Por supuesto que no fue así desde un principio sino que
necesité varios sangrados de nariz para darme cuenta de que las
uñas, lejos de ser necesarias, eran perjudiciales y que necesitaba
controlar el movimiento de mis dedos. Mi mamá, para ese
entonces, creía que una terrible enfermedad me acechaba cada vez que
la llamaban de la escuela para contarle que la nena estaba en sala de
profesores con gasa en la nariz por una imparable hemorragia.
Como todos sabemos, la
prohibición intensifica el deseo. Mis dedos se alborotaban cada vez
que respiraba profundo y sentía el revoloteo de una cortinita o
guirnalda de moco colgando de mis fosas nasales. La reacción
era automática, si había moros en la costa huía hacia algún
rinconcito o directamente al baño donde podía pasar unos buenos
minutos sacando y comiéndomelos. Idealmente sucedía eso y, cuando
no, me comía una cagada a pedos.
Reprimirme las ganas nunca
fue fácil y, por el contrario, cuanto más me perdía en mis
pensamientos más posibilidades tenía de terminar inconscientemente
con el índice en la nariz. Por esto mismo, me esforzaba por prestar
atención en clase y mantener mis manos ocupadas.
Las clases de la seño
Edith, la bruja de música, eran peligrosísimas porque nos hacía
sentar en ronda alrededor del piano desde donde tenía una panorámica
de todas nosotras.
Sólo en ocasiones
lográbamos romper esa ronda dispersándonos un poco y, por lo
general, era cuando cantábamos canciones que ya conocíamos.
Recuerdo una clase en que
Edith estaba de un rarísimo buen humor. Nos hizo sentar cerca – y
no en ronda- del piano y cantamos el alegre hit de Violeta Rivas para
calentar la voz y repasar las notas musicales.
A mis compañeritas les
encantaba y la cantaban con tanto entusiasmo que parecíamos un coro
de ángeles extasiados. A mi también me gustaba pero, si tenía que elegir,
prefería abusarme del delirio que producía el hitazo para seguir
comiéndome los mocos.
Apenas empezó el famoso
'Do-minemos nuestra voz', supe que era una nueva oportunidad para
comenzar mi ritual.
Una vez que empezaba, nada
podía detenerme y esa vez en particular me dejé llevar por el
júbilo del momento que iluminaba los rostros de mis compañeritas y
acrecentaba el placer de mi hazaña hasta que un súbita y violenta
interrupción me hizo aterrizar a la fatal realidad:
-¡¿Vos pensás seguir
sacándote los mocos hasta que termine la canción?!', me gritó la
seño Edith con una fulminante mirada que hizo que el curso entero
girara a mirarme.
Yo no sabía si largarme a
llorar o hacerme la muertita para que la forra de la seño cargara
con la culpa de mi muerte de por vida. Ambas opciones eran nefastas,
yo era muy introvertida como para quebrar en llanto públicamente y
muy boluda como para fingir un desmayo o paro cardíaco por lo que
terminé pidiendo disculpas con tanta vergüenza y pánico que me
entumecí por completo.
La seño Edith reanudó la
canción y continuó con la clase. Ella como si nada, yo como si
todo.
No me salía un puto sonido
de la boca así que tuve que hacer la mímica hasta el final de la
canción, rogando y jurando por la muerte terminal de mi mamá que
nunca más me comería los mocos con tal de que al terminar el hit de
Rivas, Edith no me volviera a regañar ni hiciera de mi desgracia un
sermón para toda la clase.
Por suerte o gracias a algún
mecanismo psíquico de defensa, bloquée por completo el desenlace de
ese particular día de escuela pero aún recuerdo con la más
avanzada definición de imagen y sonido la reprimenda de la seño y
mi dedo índice escurriéndose entre mis cancanes azules para ocultar
el pegajoso cargamento.
Desde entonces, odié las
clases de música y la canción de Violeta Rivas y, ahora que lo
pienso, quizás por eso Violencia sea mi personaje preferido del gran
Capusotto.
moros en la costa
ResponderEliminarTenés razón, gracias! me tentó más el mono que el moro.
ResponderEliminar