martes, 8 de octubre de 2013

El status social en el changuito del super.


La constancia y la intensidad del bombardeo publicitario es tan evidente que se advierte en las conjeturas que hacemos a partir de las marcas que elegimos. Las remeras, las zapas, las galletitas, todo habla de nosotros en el universo de la publicidad. Existen, incluso, marcas que están tan vinculadas a determinadas culturas urbanas que chocan cuando no se corresponden. Algo así como ver un punk en Topper o un rollinga con Vans: no va.
Sigo con lupa en mano analizando estereotipos y no puedo hacer la vista gorda al ojo crítico que nos avasalla al momento de hacer la cola en la caja del super, mientras puteamos la lentitud del cajero o a la parejita que no para de franelearse frente a nuestro chango.
No importa cuántos artículos llevemos, con dos o tres basta para dar rienda suelta a nuestro prejuicio e imaginación y creer conocer la vida de los otros.
Mi mamá y mi hermano, dos prejuiciosos sin filtro ni escrúpulo, solían hacer comentarios por lo bajo del tipo 'dale, seguí así nomás' o 'después se preguntan por qué engordan' sobre los changuitos repletos de calorías: masitas, potes de dulce leche, paquetes de harina y postrecitos tipo shimmy.
Cuando vivimos con papá y mamá, nos adaptamos de tal forma a lo que ellos eligen o nos dejan elegir que es natural sosprendernos u horrorizarnos cuando descubrimos otras marcas en las heladeras ajenas.
En casa, la careta de mi vieja no nos dejaba comprar lácteos que no fueran La Serenísima o Sancor ni masitas de las baratas que se compran sueltas en los kioskos o galletiterías que aún sobreviven.
Cuando me fui a vivir sola, se inquietó tanto al ver mi alacena con masitas Celosas o marca Caricias y cajas de Chelita larga vida que me ofrecía compras mensuales 'de onda', con tal de evitar mi intoxicación por consumir alimentos de segunda marca.
Puede parecer extremo pero este estereotipo es más común de lo que parece. La mamá de la colo era o es aún peor.
Con Nadine amábamos ir a la casa de Stefanía porque siempre tenía cosas raras y caras de todo tipo: maquillaje, comida, tipos de queso, frutas exóticas y gran variedad de té. Desayunar o merendar en su casa implicaba inaugurar cajas de cereales caros o abrir quesos envasados con los que podíamos hacer sandwiches tan zarpados que visualmente parecían photoshopeados.
De la misma manera en que los farmacéuticos nos tildan de putas irresponsables cuando pedimos la pastilla del día después, las cajeras y los observadores prejuiciosos ditinguimos tres consumidores clásicos: los bajoneros, los careta-light y los juntada-escabio. O al menos esos son los tres que se distinguen con más facilidad.
Los primeros, mis favoritos, son muy predecibles. Suelen ir de a dos o tres y no paran de reirse o están super rígidos y perseguidos en la cola por lo fumados que están. Les cuesta calcular la cuenta o contar el vuelto porque están ansiosos por comer todo lo que compraron que, por lo general, incluye artículos variadísimos (papitas, masitas, dulce de leche, nutella o frutas) que no distinguen dulce de salado y priorizan la cantidad por si la lija aumenta más tarde.
Entre los careta-light, están los que van vestidos sport y/o con lujosas zapas para correr- o de running - y llevan en sus changuitos cajas de edulcorante, lacteos de la linea Ser y todas esas 'golosinas' aburridas que los nutricionistas suelen recomendar para matar la ansiedad: las abominables galletas de arroz que, sin dudas, son mas crujientes y ruidosas que ricas.
Nunca entendí por qué muchas de estas mujeres se maquillan para ejercitarse, ¿no se les empasta la cara entre el sudor y la base de maquillaje?. Lo dudo, la mayoría usa esas bases minerales tan zarpadas que ni se notan; esas que muchas veces fingí estar por comprar para que las chicas de Falabella las prueben en mi rostro.
Los últimos también son divertidos de analizar, sobre todo cuando los dueños de estos carritos son hombres y van a hacer las compras en grupo. Bien sabemos que tanto hombres como mujeres solemos volvernos más idiotas en manada pero entre los muchachos particularmente, se aprecia una cuestión fálica en distintas conductas que no deja de sorprenderme. Suelen flirtear con la cajera, hablar a los gritos sobre sus planes para la noche y cargar a quien se queje del precio acusándolo de rata o pobre. Dicho de otro modo, pareciera que el más macho o el de pito más grande es quien más paga, bananea con la cajera o habla de la minita de esa noche.
Sus changuitos suelen llevar cajones de cerveza y bebidas blancas marca Peters si son pibes comunes o Bacardi si son medio chetos o esa noche en particular se juntan con minitas que necesitan impresionar.
Existe, asimismo, una observación más crítica que estriba en la idea de consumo como ritual. Visto de este modo, es necesario admitir ciertas cuestiones de gran importancia: que la idea de pertenecer es una necesidad inherente al ser humano y que es mediante la repetición que nos integramos a un grupo socioeconómico determinado. La carga emocional de esta pertenencia simbólica es tal que el saberse parte de nos produce un alivio. Prueba de ello es la cara de genuina felicidad del skater cuando se le regala una remera Element o un libro de la editorial Gredos a un futuro filósofo. Los ejemplos son innumerables.


Nadie está exento de las etiquetas, pero en días como estos en que los políticos prometen y hablan tan libremente de normalidad, alterar los estándares es, sino una necesidad, una hermosa forma de pronunciarse.


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