La constancia y la
intensidad del bombardeo publicitario es tan evidente que se advierte
en las conjeturas que hacemos a partir de las marcas que
elegimos. Las remeras, las zapas, las galletitas, todo habla de
nosotros en el universo de la publicidad. Existen, incluso, marcas
que están tan vinculadas a determinadas culturas urbanas que chocan
cuando no se corresponden. Algo así como ver un punk en Topper
o un rollinga con Vans: no va.
Sigo con lupa en
mano analizando estereotipos y no puedo hacer la vista gorda al ojo
crítico que nos avasalla al momento de hacer la cola en la caja del
super, mientras puteamos la lentitud del cajero o a la parejita que
no para de franelearse frente a nuestro chango.
No importa cuántos
artículos llevemos, con dos o tres basta para dar rienda suelta a
nuestro prejuicio e imaginación y creer conocer la vida de los
otros.
Mi mamá y mi
hermano, dos prejuiciosos sin filtro ni escrúpulo, solían hacer
comentarios por lo bajo del tipo 'dale, seguí así nomás' o
'después se preguntan por qué engordan' sobre los changuitos
repletos de calorías: masitas, potes de dulce leche, paquetes de
harina y postrecitos tipo shimmy.
Cuando vivimos con
papá y mamá, nos adaptamos de tal forma a lo que ellos eligen o nos
dejan elegir que es natural sosprendernos u horrorizarnos cuando
descubrimos otras marcas en las heladeras ajenas.
En casa, la careta
de mi vieja no nos dejaba comprar lácteos que no fueran La
Serenísima o Sancor ni masitas de las baratas que se compran sueltas
en los kioskos o galletiterías que aún sobreviven.
Cuando me fui a
vivir sola, se inquietó tanto al ver mi alacena con masitas Celosas
o marca Caricias y cajas de Chelita
larga vida que me ofrecía compras mensuales 'de onda', con tal
de evitar mi intoxicación por consumir alimentos de segunda marca.
Puede parecer
extremo pero este estereotipo es más común de lo que parece. La
mamá de la colo era o es aún peor.
Con Nadine amábamos
ir a la casa de Stefanía porque siempre tenía cosas raras y caras
de todo tipo: maquillaje, comida, tipos de queso, frutas exóticas y
gran variedad de té. Desayunar o merendar en su casa implicaba
inaugurar cajas de cereales caros o abrir quesos envasados con los
que podíamos hacer sandwiches tan zarpados que visualmente parecían
photoshopeados.
De la misma manera
en que los farmacéuticos nos tildan de putas irresponsables cuando
pedimos la pastilla del día después, las cajeras y los observadores
prejuiciosos ditinguimos tres consumidores clásicos: los bajoneros,
los careta-light y los juntada-escabio. O al menos esos
son los tres que se distinguen con más facilidad.
Los primeros, mis
favoritos, son muy predecibles. Suelen ir de a dos o tres y no paran
de reirse o están super rígidos y perseguidos en la cola por lo
fumados que están. Les cuesta calcular la cuenta o contar el vuelto
porque están ansiosos por comer todo lo que compraron que, por lo
general, incluye artículos variadísimos (papitas, masitas, dulce de
leche, nutella o frutas) que no distinguen dulce de salado y
priorizan la cantidad por si la lija aumenta más tarde.
Entre los
careta-light, están los que van vestidos sport y/o con lujosas zapas
para correr- o de running - y llevan en sus changuitos cajas
de edulcorante, lacteos de la linea Ser y todas esas 'golosinas'
aburridas que los nutricionistas suelen recomendar para matar la
ansiedad: las abominables galletas de arroz que, sin dudas, son mas
crujientes y ruidosas que ricas.
Nunca entendí por
qué muchas de estas mujeres se maquillan para ejercitarse, ¿no se
les empasta la cara entre el sudor y la base de maquillaje?. Lo dudo,
la mayoría usa esas bases minerales tan zarpadas que ni se notan;
esas que muchas veces fingí estar por comprar para que las chicas de
Falabella las prueben en mi rostro.
Los últimos
también son divertidos de analizar, sobre todo cuando los dueños de
estos carritos son hombres y van a hacer las compras en grupo. Bien
sabemos que tanto hombres como mujeres solemos volvernos más idiotas
en manada pero entre los muchachos particularmente, se aprecia una
cuestión fálica en distintas conductas que no deja de sorprenderme.
Suelen flirtear con la cajera, hablar a los gritos sobre sus planes
para la noche y cargar a quien se queje del precio acusándolo de
rata o pobre. Dicho de otro modo, pareciera que el más macho
o el de pito más grande es quien más paga, bananea con la cajera o
habla de la minita de esa noche.
Sus changuitos
suelen llevar cajones de cerveza y bebidas blancas marca Peters si
son pibes comunes o Bacardi si son medio chetos o esa noche en
particular se juntan con minitas que necesitan impresionar.
Existe, asimismo,
una observación más crítica que estriba en la idea de consumo como
ritual. Visto de este modo, es necesario admitir ciertas cuestiones
de gran importancia: que la idea de pertenecer es una necesidad
inherente al ser humano y que es mediante la repetición que nos
integramos a un grupo socioeconómico determinado. La carga
emocional de esta pertenencia simbólica es tal que el saberse
parte de nos produce un alivio. Prueba de ello es la cara de
genuina felicidad del skater cuando se le regala una remera Element o
un libro de la editorial Gredos a un futuro filósofo. Los ejemplos
son innumerables.
Nadie está exento
de las etiquetas, pero en días como estos en que los políticos
prometen y hablan tan libremente de normalidad, alterar los
estándares es, sino una necesidad, una hermosa forma de pronunciarse.
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